jueves, 29 de septiembre de 2016

El escudo de Dios: Prefacio



El escudo de Dios
por Daniel Pérez Dorta

Prefacio

La noche transcurría calmada y cálida en ese verano, quizás demasiado cálida y engañosamente calmada para los débiles sentidos humanos.

Por el lejano horizonte, hacía bastante que había salido una redondeada luna llena, primero escarlata como hecha de sangre, y después cada vez más blanca a medida que se elevaba por la bóveda estrellada como lo haría un Fénix envuelto en llamas, por lo que en ese momento podía verse como sobresalía por entre unas ralas nubecillas, cual un plato de leche, iluminando el suelo con su suave luz celestial mientras que en la mundana superficie, en el ensanchamiento de una carretera que había en la cima a manera de meseta de una poco empinada colina cubierta de bosques y maleza, desde donde podían verse las luces de la ciudad cercana, permanecía un solitario coche estacionado.

El coche era un Mustang naranja descapotable que estaba a oscuras, pero a la luz de la luna podía verse como una pareja de jóvenes se hacían caricias recostados en el capó, ocultos de los ojos indiscretos por la penumbra que los rodeaba, sin siquiera imaginarse que desde las negras alturas unos grandes y luminosos ojos rojos hacía rato que la observaba, viendo sus cuerpos fulgurando con una tenue luz, rosada una y violácea el otro.

La muchacha era de baja estatura y complexión ligeramente robusta, su corto cabello de color zanahoria, peinado como lo usan los jovencitos, semejaba una pradera durante la caída de la tarde, cuando los rayos oblicuos del sol poniente tiñen la hierba reseca con su encendida pintura encarnada, y combinaba con su minivestido rojo, contrastando bastante con sus ojos verdes y con la suave piel que cubría su cuerpo, podría decirse que bastante pálida.

Por su parte, su compañero era de estatura elevada y cuerpo musculoso de piel oscura. Estaba cubierto con ropas de cuero sintético negro y la chaqueta que usaba reflejaba la luz que incidía sobre ella como si fuera metálica, puede que por los múltiples broches de ese brillante material que la cubrían, que se podían ver centelleando como si fueran de plata con cada movimiento que el chico hacía sobando los generosos muslos que su compañera le ofrecía sin recato, a la vez que los pintados labios besaban los suyos y los torneados brazos lo envolvían, como si no pudieran soportar la simple idea de que se le escapara.

La criatura de ojos rojos pasó unos minutos más volando en círculos por encima de la pareja sin que dejara de observarla, pero después comenzó a descender lentamente de las alturas. La luz de la luna no parecía reflejarse en su piel grisácea, que estaba recubierta de pelos, y el zumbido de las grandes alas, membranosas como las de un murciélago, que nacían en sus poderosas espaldas, quedaba casi opacado por el constante susurro de los insectos. Por eso era prácticamente invisible a los sentidos y pronto se posó suavemente sobre la carretera, como si no pesara, no lejos de donde la pareja estaba en lo suyo, luego de lo que recogió sus membranas y, sin que los jóvenes notaran nada, se movió hacia ellos. De la parte inferior de su espalda partía una cola que se meneó de un lado a otro, como la de un gato acechando una presa, con la diferencia de que esta estaba provista de filosa saeta ósea.

La deseosa jovencita dejó que su compañero la depositara en el capó del coche y se abrió de piernas cuando éste le indicó con sus manos que lo hiciera, mostrando más sus muslos, que quedaban a la vista del todo con el corto minivestido que se le levantaba. Las bragas negras que llevaba puestas se mostraron durante un momento, hasta que quedaron cubiertas por el corpulento muchacho de negras vestiduras, que se coló entre ellos sin que sus sedientos labios se separaran un instante de los de su pareja. Y por eso seguro no notó como la luz de la luna iba desapareciendo a medida que la sombra de la enorme bestia se movía a sus espaldas.

La pelirroja gimió encantada con lo que le hacían y envolvió con más fuerza el cuello de su chico, y la pelvis con sus piernas. El cuerpo menudo no tardó en restregarse contra la cálida pareja. Pero sus ojos, que se habían mantenido entrecerrados, se pusieron redondos cuando se posaron en la criatura que se detuvo delante de ella, y su cabeza se movió a los lados negando la presencia, como si con sólo eso se pudiera lograr que desapareciera.

–Espera un poco, sólo un poco –murmuró cerrando sus ojos como para no ver lo que sucedía.

Pero por lo visto el monstruo nocturno no estaba dispuesto a complacerla, y cogió a su muchacho con una de sus manos, provistas de garras como sus patas. El cuerpo del chico debía ser pesado si se consideraba su corpulencia, no obstante, para la bestia era como una brizna de heno y lo levantó en compañía de la muchacha. Por lo visto la pelirroja no estaba dispuesta a soltarlo así perdiera la vida y sólo lo hizo cuando el desgraciado lanzó un grito desesperado y se mostró en su verdadera forma, momento en que cayó sobre el capó del Mustang y miró con horror lo que pasaba.

–¡No…! –gritó la chica a su vez, jadeante, desde encima del capó donde había caído, y los ojos rojos que habían estado mirando su presa, un demonio menor que con sus músculos había destrozado su propia ropa sin poder librarse de la mano que lo sujetaba a pesar de sus intentos y de la amenaza de sus filosos colmillos, se posaron sobre ella, permitiéndole ver como en sus pupilas estaba delineada una estrella amarilla de seis puntas–. ¿Por qué siempre me haces lo mismo, Morlian? ¿Es que no podías esperar un ratito? –preguntó visiblemente molesta la muchacha, y se cruzó de brazos en señal de protesta.

Delante de ella permanecía la poderosa bestia, cuyo cuerpo insistía en confundirse con la oscuridad de la noche como si su peluda piel absorbiera la tenue luz que lo iluminaba, con sus grandes alas membranosas recogidas a sus espaldas. En su rostro, digno de una gárgola con puntiagudas orejas, pero provisto con unos retorcidos cuernos que partían de su frente, refulgieron sus ojos mirando a la muchacha de un modo que hicieron que ésta se recogiera dominada por el miedo y se recostara en el parabrisas.

Sin embargo, no sucedió nada y la amenazante luz de los ojos volvió lentamente a hacerse más débil a la vez que la criatura resoplaba ruidosamente y volvía a mirar a su presa.

–¿No ves que iba a morderte, Emerald? Y sabes que muero de hambre, en este plano repleto de humanos no hay muchos de estos que pueda comerme. Los guardianes hacen demasiado bien su trabajo –musitó lentamente el monstruo con una voz profunda como una caverna y miró con deseos no contenidos lo que su poderosa mano cogía.

El demonio menor no se conformaba con su suerte y continuaba retorciéndose, lanzando chillidos, como si no hubiera perdido a pesar de los inconmovibles hechos que demostraban lo contrario, su vana esperanza de desprenderse de su captor y salir indemne de su desafortunado encuentro.

“¿Es que el amo no se da cuenta de que su justificación es estúpida?”, pensó Emerald y sus ojos se fueron redondeando como si estuviera llena de asombro.

No obstante, lo disimuló lo mejor que pudo, porque era cierto que el Devorador tenía hambre y sabía que el dulce olor de su propia sangre podría hacer que cometiera una locura. Y no lo podía culpar pues para eso Dios lo había creado, Morlian no era dueño de su destino.

–¿Y eso qué, amo? Una pequeña mordidita no puede hacerme daño, recuerda que soy una diablesa... En cambio, si sigo de esta manera voy a morirme de insatisfacción. Para nosotras, las súcubos, es necesario por lo menos un poco de “eso” con frecuencia, porque para eso nos crearon –musitó la pelirroja y se mostró cual era, bastante parecida a una humana pero con una larga y delgada cola de punta felpuda, que se le salió por debajo de su minifalda, y unos pequeños cuernos escarlatas que partían de la parte delantera de su pequeña cabeza de hermosos rasgos.

El monstruo miró nuevamente a la diablesa, esta vez con el rostro entristecido, pero despertó de su ensimismamiento y oteó el cielo nocturno logrando que ésta se pusiera en cuatro patas sobre el capó y se quedara mirándolo interesada, con el rostro preocupado y retorciendo su empinada colita como si fuera una gata.

–¿No me diga que están cerca, amo? ¿Es que seguirán con la búsqueda incluso entre los humanos?

–Están cerca, Emerald… Debemos irnos o deberé deshacerme de ellos –dijo Morlian posando sus ojos sobre ella y su mano izquierda se movió de un modo que la cabeza del demonio que con ella sujetaba, que continuaba chillando sin que nadie le hiciera caso, se desprendió de su cuerpo como un corcho de una botella, para caer en la carretera.

Por el cuello del demonio no demoró en salir un surtidor de pestilente sangre que Morlian bebió como si se tratara de un manjar exquisito. En cambio la diablesa hizo una mueca con su rostro y pareció estar a punto de devolver lo que había comido, no se sabe si por lo que su amo hacía o por lo que había dicho.

–Bueno, eso no sería mala idea –murmuró Emerald y se volvió levemente hacia la floresta, con su cuerpo sacudido por un estremecimiento repentino.

Por su mente volvió a pasar la idea de que, en aquella ocasión, la victima podría haber sido ella. Nunca se sabía con esa bestia que no dejaba de estar hambrienta. Pero el monstruo no demoró mucho hasta dejar seco el cuerpo y no se detuvo en devorarlo, sino que lo lanzó a la linde del bosque cercano. Por eso la diablesa hubo de poner su atención en lo que hacía su amo.

Morlian oteó una vez más su entorno después de su pequeño refrigerio, levantando la cabeza hacia la oscura bóveda llena de estrellas y relamiéndose con su doble lengua. No lo hizo por mucho, no obstante, y le extendió a Emerald su brazo izquierdo con las estrellas de seis puntas posadas en ella.

La diablesa titubeó por un instante, y después saltó como una pantera, trepando por el brazo, hasta que estuvo encima del hombro, muy cerca de una de las grandes alas.

Entonces se sujetó de la espesa y grisácea pelambre que se hacía más profusa en esa parte cercana a donde estaba situado el cuello, y esperó a que Morlian despegara.

–Esta vez vienen dos de esos lobeznos guardianes… –dijo Morlian con su voz cavernosa y dio unos pasos–. Es una lástima que no sean demonios –manifestó luego y extendió sus inmensas membranas para después separarse del suelo, dando un poderoso impulso a sus patas mientras que se propulsaba con las alas, un impulso tan fuerte que esta vez destrozó la carretera en donde hasta ese momento se apoyaba haciendo que el Mustang saltara en su sitio cual un juguete.

El monstruo nocturno se elevó en el cielo con sus silenciosas brazadas, sin demasiado esfuerzo, y desapareció en la negrura de donde había salido justo en el mismo momento en que, desde el bosque, saltaban a la carretera dos grises y enormes lobos, cada uno mayor que una vaca, que otearon su entorno como lo había hecho éste.

Los lobos dieron unos pasos cautelosos sin la protección de la espesura, mirándolo todo, hasta que sus ojos de un verde fosforescente se posaron en el coche que continuaba solitario, cerca del que estaba la cabeza del demonio con sus crispadas facciones, y los fragmentos del asfalto que habían saltado en pedazos.

–Parece que la criatura estuvo comiendo hace poco, no debe encontrarse lejos –dijo uno de los lobos volviendo su cabeza hacia su compañero y oteó ruidosamente los alrededores.

–No importa, Rufus. De igual modo debemos esperar a que llegue Zoter, nosotros no podremos detenerlo solos –dijo el otro lobo, viendo como su compañero se movía con su hocico en el suelo, y volvió a quedarse mirando hacia donde estaba, con una goma hundida en una grieta, estacionado el Mustang.

–Es cierto… Pero ya llevamos demasiado persiguiendo a la criatura y puede que ni siquiera Zoter pueda devolverla a los infiernos… ya viste los destrozos que nos causó cuando escapó usando la puerta, Bezel.

Rufus hablaba caminando hacia donde se había parado hacía un momento Morlian, y cuando llegó dio varias vueltas con su hocico pegado en la calle hasta que se topó con la cabeza e hizo una mueca, mostrando sus colmillos y levantando la suya de la carretera.

–Y por lo visto los demonios del príncipe también lo buscan, o será pura casualidad que siempre nos topemos con sus cadáveres… –musitó Rufus dubitativo y le dio un golpe a la cabeza cercenada con una de sus patas, haciendo que rodara hasta los pies del otro lobo–. Es posible que sea cierto que es peligroso para ellos, como dice la leyenda.

Bezel miró a Rufus con ira en sus ojos, como siempre que se ponían en duda los poderes de Zoter, pero logró controlarse y su voz sonó más calmada de lo que debería.

–No es nuestro problema, Rufus. Nosotros somos guardianes y no podemos dejar que esa bestia demoniaca esté suelta en el plano humano. Es nuestro enemigo como todos los demonios y debemos detenerla.

El cambio de humor de Bezel no pasó desapercibido a Rufus, pero no pronunció una palabra y miró a la luna sin imaginarse que desde lejos, oculta en el cielo nocturno, Emerald miraba lo que hacía a espaldas de Morlian, que volaba a su guarida.

La pequeña diablesa pelirroja se preguntaba a qué se debería esa obstinación de sus perseguidores, que parecían pequeñas e insignificantes hormiguitas debido a la creciente distancia que los separaba. En la oscura guarida los esperaba Zemphire y la niña con quien Morlian se había encaprichado, y Emerald frunció su ceño como cada vez que la recordaba.

“Hmmm, quizás si no fuera por esa… criatura, ya Morlian se hubiera librado de esos malditos guardianes, como lo hizo durante la noche en que pasamos por la puerta”, pensó viendo como los lobos daban vueltas una vez más cerca del Mustang, y se sonrió con sus ojos verdes refulgiendo en la penumbra.

Había pasado poco tiempo desde los sucesos que la habían llevado a donde estaba, y no sabía por qué le parecía que eso había sucedido hacía siglos.

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