Restos sangrientos
por Steve Campbell
El
teléfono sonó, creo recordar, a las dos y pico de la madrugada, después de la
fiesta. Obnubilado por el efecto de la bebida, lo escuchaba lejano, como si
sonara en el otro extremo de la galaxia. Pero, poco a poco, el sonido se fue acercando
y –¡Triinn-Triinn! –lo oí justamente donde estaba, con su timbre insistente y
de mal augurio.
Abrí
los ojos de inmediato. La sala estaba sumergida en una luz crepuscular por el
tenue brillo del alumbrado público que se colaba por las ventanas. Me incorporé
del sofá, sintiendo el cuerpo pesado, tratando de mantener el equilibrio.
–¿Sí?
–dije, llevándome el auricular a la oreja. Mi voz se escuchó extraña, ronca, y
la garganta la sentí rasposa. Me acordé de los cigarros. Me había fumado una
cajetilla completa.
–¡José!
–contestó la voz de mi mamá, efusiva–. Ya vamos a subir al avión.
–¿Eh?
–el alma se me fue a los pies. El sobresalto me había quitado la mitad de la
borrachera. ¿Cómo diablos se me había olvidado que mis padres regresaban de sus
vacaciones ese día por la madrugada? Aún sin luz, el apartamento se veía patas
arriba.
–Sí,
José. Sigue durmiendo. Chao –me dijo mi madre sin adivinar mi susto y colgó. Me
quedé solo en el sospechoso silencio de la oscuridad de mi hogar.
A
tientas busqué el interruptor de la luz, lo encontré y lo accioné. La sala
quedó bañada por la luz blanca de la lámpara fluorescente y el desastre final
de la fiesta quedó en evidencia. Por el suelo pululaba lo inimaginable:
colillas, vasos desechables, cajetillas de cigarro, trozos de pizas y otros
chismes inclasificables. Un idiota había apachurrado un cigarrillo contra la
pared y la pintura blanca estaba tiznada. Las almohadas de los sillones estaban
tiradas por doquier, como personas desalojadas. Con asco y una rabia
grandísima, vi un condón usado en una esquina.
"Sí,
sin duda mis padres me matarán", me dije, trazando una estrategia en mi
mente para resolver tamaño problema.
Empecé
echando toda la porquería del suelo en una bolsa plástica. El condón usado lo
recogí con un par de guantes desechables. Luego coloqué todo en su lugar;
recogí las almohadas y arreglé los portarretratos sobre la mesita de la sala. Uno
tenía el cristal roto y habían dibujado bigotes gatunos en cada uno de los
rostros de la foto donde yo aparecía junto a mis padres. La broma me arrancó
una sonrisa. Limpié el trozo de pared donde habían apagado el cigarro y, con el
trapo en una mano, me detuve a mirar cómo había quedado todo después de la
limpieza. Todo parecía en orden. Sin embargo, parecía que el reguero había
entrado a mi cabeza, pues un dolor atenazante me había empezado a perforar los
sesos.
Pese
a todo estaba satisfecho, pues había actuado rápido y, en menos de media hora,
había dejado el apartamento bastante limpio y organizado. Mis padres no
sospecharían que se había hecho una fiesta en él ni en un millón de años. Sólo
me quedaba deshacerme de la evidencia. Como un buen criminal, agarré el bolso
lleno de porquerías y me dispuse a sacarlo del apartamento –la escena del
crimen–.
Me
eché el llavero a un bolsillo del pantalón y salí al pasillo. Tomé el elevador
y bajé los ocho pisos hasta el parqueo subterráneo.
En
el parqueo se sentía un poco de frío. Las luces amarillas del techo lo
iluminaban con languidez, se reflectaban en la superficie de los coches y
penetraban con dificultad la atmosfera opaca, neblinosa… ¿o no? Sí… creo. En el
aire flotaba una bruma blanquecina, como el vapor acumulado en un baño. Había
mucho silencio.
Tenía
que llevar la bolsa hasta una esquina, donde alguien se encargaría de recogerla
luego. Me dirigí hacia allá. La migraña se me había incrementado y era como si
algo o alguien me taladrara los sesos con saña. Llegué a la esquina y tiré la
bolsa, entonces volví a tomar la dirección al elevador.
Iría
a mi cama y dormiría hasta las doce del día. Cuando mis padres llegaran, no
iban a sospechar nada; además, contaba con que ningún vecino fuera a quejarse
por la bulla de la fiesta.
Iba
sumergido en estos pensamientos, cuando, de pronto, vi aquello.
La
niebla se había disuelto como por arte de magia y la visión se me hizo más
clara. Demasiado clara para mi mala suerte. A unos dos metros por delante de
mí, vi el brazo mutilado de una persona; estaba cubierto de coágulos de sangre
y en la muñeca llevaba una manilla de cuero con una calavera de metal adosada
al dorso. La mano estaba cerrada, como si su dueño la hubiera crispado en el
último momento, loco de dolor.
El
corazón se me paró durante un segundo. Me detuve, espantado. Abrí la boca y
grité con todas las fuerzas que me permitieron los pulmones.
El
gritó hizo ecos en todo el parqueo, como si lo hubieran soltado media docenas
de personas horrorizadas como yo.
Entonces
vi otra extremidad un poco más adelante: una pierna. Tenía un tenis y parecía
que había sido arrancada de su tronco, como se arranca un muslo de un pollo
asado, desgarrando tejidos y articulaciones. A la altura de la ingle, asomaba
el extremo del fémur que se articula con la cadera. Un calzoncillo purpura por
la sangre coagulada pendía aún del muslo.
Grité
más, hasta que me quedé sin aliento. Respiré profundamente y volví a gritar. Me
fui girando poco a poco y, a medida que lo hacía, me fui enterando de las
verdaderas proporciones de aquella matanza. Mis gritos ya estaban en modo
automático, como una cacofonía que se repitiera eternamente.
Por
todo el suelo de cemento del parqueo se extendía el resultado de una cruenta
carnicería. Ora veía un tronco sin extremidades; ora, uno con las vísceras
desparramadas sobre el suelo; ora, una pierna o un brazo dobladas sobre el
parabrisas y el techo de un coche o en el suelo; ora, una pared salpicada por
un largo chorro de sangre, que había rodado por efecto de la gravedad hasta
quedar coagulado, dejando unos grotescos dibujos que hablaban de muerte y
terror.
Al
completar un giro de trescientos sesenta grados –la garganta adolorida de
chillar y el corazón a punto de estallar en mil pedazos dentro de mi pecho– me
percaté de que no había ni una sola cabeza en medio de toda aquella mortandad. Había
un aproximado de veinte cuerpos, pero no había visto ni una sola cabeza humana.
De
pronto sentí que me mareaba. Empezaba a ver doble y mis piernas comenzaron a
flaquear, hasta que se pusieron como espaguetis y caí al suelo. Mis párpados descendían
y mi boca se había enmudecido, de modo que no hubiera podido pedir auxilio, si acaso
hubiera servido de algo. Al mismo tiempo, mis músculos se habían dormido.
¡Estaba tieso, como si sufriera una parálisis del sueño! Mis ojos se cerraron
por entero, pero estaba consciente; veía una pantalla rosada por la luz que me atravesaba
los párpados.
De
un momento a otro, no sé decir si al cabo de pocos segundos o después de unos
minutos, algo me agarró por los tobillos y empezó a arrastrarme. Mi cuerpo
inerte no podía defenderse y un terror abyecto me invadió. Lo supe al instante:
me iban a desmembrar como a todas aquellas personas, y algún psicópata me
arrancaría la cabeza y la agregaría a su colección.
No
pude aguantar más y la oscuridad me venció, cubriéndome con un velo negro.
Desperté
en mi apartamento. Fui recobrando la conciencia gradualmente, y mi campo visual
se fue ampliando desde la anchura del ojo de una cerradura hasta llegar a la
normalidad. La cabeza me dolía como si me la hubieran golpeado con un martillo
y los pensamientos, ilegibles e incapaces de salir, se acumulaban en algún
lugar de su interior. Cuando cobré cierto control mental, me percaté de que
estaba en el suelo del vestíbulo. Me incorporé de inmediato, comprobando que
aún conservaba gran parte de la borrachera. Tambaleándome, fui al baño y vomité
profusamente en el váter una mezcla marrón de piza a medio digerir y jugo
gástrico. Después de jalar la cadena, me
lavé el rostro y me mojé el pelo. Me miré en el espejo mientras me lo arreglaba
con la punta de los dedos. El rostro pálido y cansado que se reflejaba no era
nada agradable; tenía dos medias lunas moradas bajo los ojos y las pupilas
empequeñecidas. Las aletas de la nariz un tanto aleteantes. Me percaté de que
tenía la respiración agitada y que el corazón latía a un ritmo por encima de lo
normal.
A
través del espejo, vi una madeja blanca pasar por el pasillo en dirección a la
sala.
–¡Eh,
tú! –grité saliendo del baño.
La
sala estaba desierta, caminé hacia el centro y miré en derredor. De un momento
a otro, la madeja paso fugazmente por el límite de mi campo visual. Me volví de
inmediato, pero no vi nada; sin embargo, un escalofrió me recorrió todo el
cuerpo, los pelos de la nuca se me erizaron y la frecuencia respiratoria y
cardíaca se aceleraron un poco más, como motores que llegan a su máxima potencia.
Sentí la presencia de algo que no se iba a ir hasta conseguir lo que había
venido a buscar.
–¿Quién
eres? –pregunté con la voz temblorosa–. ¿Qué quieres?
Como
respuesta, algo presionó el interruptor de la luz y cerró las ventanas, dejando
todo a oscuras en menos de un segundo. La luz del baño también se había
apagado. Luego empezó a dar vueltas entorno a mí, en una especie de danza
macabra que se diera alrededor de una hoguera… y yo no podía ver que era. Nunca
en mi vida le había tenido tanto miedo a la oscuridad, ni siquiera cuando tenía
cinco años e imaginaba cosas en el armario, o reptando en el piso de mi
habitación. Me quedé petrificado del miedo, esperando el instante final.
Los
segundos pasaban, largos y llenos de tensión.
¿Por
cuánto tiempo, aquello, cualquier cosa que fuera, me estaría aterrorizando
antes de matarme?
"Tal
vez se divierta, como un gato con un ratón al que ya ha inyectado su veneno,
dejándolo embobado", pensé.
Entonces
se detuvo y un par de ojos se materializaron en medio de la oscuridad y se me
acercaron. Flotaban a casi dos metros del suelo. Si formaban parte de algo
parecido a una cabeza o no es algo que nunca llegaré a saber. Eran redondos,
con las escleróticas de un color naranja flameante, como un resquicio por el
que se pudiera observar el interior de un horno. Sus pupilas, de color negro,
eran ovaladas, como almendras, y estaban dispuestas en vertical; a veces se
hacían pequeñas, para luego volver a tomar su tamaño natural.
Esos
ojos se detuvieron a menos de un estirar de brazos de mí, mirándome fijamente.
Yo no me atrevía a correr. Al cabo de unos segundos, aquello habló,
materializándose una dentadura cerrada en la oscuridad, incómodamente blanca y
grande, con unos colmillos demasiado puntiagudos. Mientras la voz se escuchaba,
la dentadura no se abrió, como si quien hablase fuera un artista ventrílocuo.
–Limpias
la casa en vano –dijo–. Tus padres nunca volverán. No creo que sobrevivan a un
accidente de avión. No en un avión que se estrelle desde unos treinta mil pies
de altura. No, no lo creo. Sus cuerpos se pulverizarán en el impacto y ni el
mejor forense del mundo los podrá encontrar en medio de tantos fragmentos
retorcidos y humeantes. Además…
Pero
logré lanzar un grito:
–¡Cállate!
–sentía rodar las lágrimas por mis mejillas y como un sentimiento de
enfurecimiento y rabia se caldeaba en mi interior–. ¡Cállate, cállate! –volví a
gritar, mientras aquella cosa, que era ojos y dientes nada más, me miraba
sorprendida. Esa reacción me había dotado de más valor y salí súbitamente de la
inmovilidad. Levanté los puños y me abalancé hacia aquello, lanzando derechazos
e izquierdasos sin control. Pero sólo golpeé el aire, pues la maldita cosa
desapareció enseguida, como la luz de una vela que se hubiera extinguido.
Escuché
unas carcajadas detrás de mí y volvió a correr por toda la sala, entorno a mí.
Secándome
las lágrimas, traté de mantener la calma.
Al
cabo de unos segundos, aquello se paró y habló de nuevo. Me fui girando,
buscando la fuente de la voz, hasta que volví a ver aquellos ojos ignífugos y
la dentadura perfecta y blanca, como de caricatura, flotando en el vacío. Esta
vez se había colocado a una distancia prudente, como si yo pudiera hacerle daño.
–¿Viste
esos cuerpos en el parqueo? –preguntó en tono avieso, y continuó sin esperar
respuesta–. Son todos tus amigos. Les fui pasando la cuenta a medida que salían
del ascensor y me divertí mucho. No hay nada más gratificante que oír a una
chica gritar. ¿Ahora puedes decirme que coño hago contigo? –rió perversamente y
fue la única vez que vi moverse aquella dentadura. Las hileras de dientes se
separaron por un instante, los colmillos destacando en la de arriba, y dejó al
descubierto un hoyo de negrura–. Puedes escoger tu muerte. Usa tu imaginación y
busca el modo más retorcido y doloroso posible de morir, por favor. ¿Qué tal si
te arrancó la lengua con unas tenazas al rojo, luego las extremidades como
pétalos, y al final te retuerzo el cuello hasta que se desprenda de tu tronco?
Las
lágrimas me habían vuelto a brotar y un temblor
incontrolable sacudía mi cuerpo. Podía escuchar mi respiración, como si tuviese
fuelles y no pulmones. Las palabras con que me hubiera gustado expresar mi
rabia no me salían, y un tropel de pensamientos instintivos, que me podrían
ayudar a sobrevivir en aquel momento, se acumulaba en mi cabeza adolorida. El
que más sensato me parecía en ese momento, por increíble que pueda parecer, era
el que me ordenaba quedarme donde estaba y ser valiente hasta que todo pasara.
Sabía que correr sólo empeoraría las cosas.
–Piensa,
piensa –dijo la voz ventrílocua y aguda al cabo de unos segundos–. ¿Qué me
dices?
¿Qué
te digo? ¡Vete al diablo, imbécil! Eso te digo.
–¿Vete
al diablo, IMBÉCIL? Jajaja –rió la cosa, como quien se ríe de algo cómico–. Yo
soy el diablo.
–Vete
a tu infierno –dije sin inmutarme.
La
cosa no volvió a replicar. Desapareció como antes y todo se quedó en silencio.
La oscuridad prevaleció durante unos segundos, como una sólida nube de tinta,
hasta que la luz volvió a encenderse.
Me
coloqué las manos en las sienes, apretando los dientes. Algo me daba latigazos por
dentro de la cabeza. En mis oídos había un ruido cacofónico de vidrios
triturados, de cráneos de bebes partidos contra un muro, del trino lastimero de
un millón de pájaros. Algo me perforaba la médula ósea, succionándome los
tuétanos, dejándome sin aliento. Los ojos me latían hacia fuera de sus órbitas
como corazones arrítmicos, cada vez más fuerte, más fuerte; hasta que finalmente,
con un ruido viscoso, se desprendieron de mi cara, primero uno y luego otro, y
cayeron al piso. Esta oscuridad era incomprensible, como si no existiera. El
pánico se unió al terror y con las manos sujetándome aún la cabeza, empecé a
dar tumbos por la sala, hasta que caí sobre el sofá y perdí el conocimiento.
Mis
padres me despertaron unas horas después. Tenía mis ojos en su lugar y los pude
ver. Ambos estaban sanos y parecían felices. Les dije que me había acostado en
el sofá para esperarlos, cuento que se creyeron.
Recordé
de inmediato lo sucedido, mirándolo a través de un lente de irrealidad, aunque
tenía la certeza de que todo había ocurrido. Algo muy malo había pasado. Como
para confirmar mi conclusión las luces de las casas se apagaron por un instante,
mi corazón dio un brinco, y volvieron a encenderse.
Mis
padres estaban cansados y se fueron a dormir. Yo hice lo propio, pues, aunque
estaba asustado, tenía un sueño de campeonato.
Al
levantarme lo supe todo. Mi amigo más íntimo me telefoneó temprano. Cuatro de
los chicos que habían venido a la fiesta, habían muerto en un accidente de
coche, camino a sus casas. El coche había sido impactado por un camión de
basura y los cadáveres eran irreconocibles.
En
los meses sucesivos, murieron otros de los chicos que habían venido esa noche a
mi casa. Las muertes eran trágicas e insospechadas. Cuando los chicos que
quedaban vivos, descubrieron la conexión entre las muertes y la fiesta, se distanciaron
de mí y no tardaron en aparecer notas de amenazas, acusándome de brujo.
Pero
con el tiempo, hasta esas notas desaparecieron, pues todos ellos murieron al
fin –atropellados por coches o trenes, tirándose desde la azotea de un edificio,
incinerados en algún incendio o asesinados por algún loco que se había cruzado en
sus caminos–, todo eso ocurrió en un par de años, hasta que sólo quedé yo. El
miedo no me abandona nunca y temo por mis padres. ¿Acaso el diablo cumplirá con
el destino que les vaticinó?
¿Comprende
ahora, doctor, por qué llegué aquí?