jueves, 22 de diciembre de 2016

Cinco cuentos chinos instructivos



El ciervo escondido

Un leñador de Cheng se encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para evitar que otros lo descubrieran, lo enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas. Poco después olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había ocurrido en un sueño. Lo contó, como si fuera un sueño, a toda la gente. Entre los oyentes hubo uno que fue a buscar el ciervo escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa y dijo a su mujer:

–Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido y ahora yo lo he encontrado. Ese hombre sí que es un soñador.

–Tú habrás soñado que viste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees que hubo un leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero –dijo la mujer.

–Aun suponiendo que encontré el ciervo por un sueño –contestó el marido–, ¿a qué preocuparse averiguando cuál de los dos soñó?

Aquella noche el leñador volvió a su casa, pensando todavía en el ciervo, y realmente soñó, y en el sueño soñó el lugar donde había ocultado el ciervo y también soñó quién lo había encontrado. Al alba fue a casa del otro y encontró el ciervo. Ambos discutieron y fueron ante un juez, para que resolviera el asunto. El juez le dijo al leñador:

–Realmente mataste un ciervo y creíste que era un sueño. Después soñaste realmente y creíste que era verdad. El otro encontró el ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer piensa que soñó que había encontrado un ciervo que otro había matado. Luego, nadie mató al ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan.

El caso llegó a oídos del rey de Cheng y el rey de Cheng dijo:

–¿Y ese juez no estará soñando que reparte un ciervo?


El paisajista

Un pintor de mucho talento fue enviado por el emperador a una provincia lejana, desconocida, recién conquistada, con la misión de traer imágenes pintadas. El deseo del emperador era conocer así aquellas provincias.

El pintor viajó mucho, visitó los recodos de los nuevos territorios, pero regresó a la capital sin una sola imagen, sin siquiera un boceto.

El emperador se sorprendió, e incluso se enfadó.

Entonces el pintor pidió que le dejasen un gran lienzo de pared del palacio. Sobre aquella pared representó todo el país que acababa de recorrer. Cuando el trabajo estuvo terminado, el emperador fue a visitar el gran fresco. El pintor, varilla en mano, le explicó todos los rincones del paisaje, de las montañas, de los ríos, de los bosques.

Cuando la descripción finalizó, el pintor se acercó a un estrecho sendero que salía del primer plano del fresco y parecía perderse en el espacio. Los ayudantes tuvieron la sensación de que el cuerpo del pintor se adentraba a poco en el sendero, que avanzaba poco a poco en el paisaje, que se hacía más pequeño. Pronto una curva del sendero lo ocultó a sus ojos. Y al instante desapareció todo el paisaje, dejando el gran muro desnudo.

El emperador y las personas que lo rodeaban volvieron a sus aposentos en silencio.


El encanto

Ch´ienniang era la hija del señor Chang Yi, funcionario de Hunan. Tenía un primo llamado Wang Chu, que era un joven inteligente y apuesto. Habían crecido juntos y, como el señor Chang Yi quería mucho al muchacho, dijo que lo aceptaría de yerno. Ambos escucharon la promesa, y como estaban siempre juntos, el amor aumentó día a día. Ya no eran niños y llegaron a tener relaciones íntimas. Desgraciadamente, el padre no lo advirtió. Un día un joven funcionario le pidió la mano de su hija y el señor Chang Yi, olvidando su antigua promesa, consintió.

Ch´ienniang, debiendo elegir entre el amor y el respeto que le debía a su padre, estuvo a punto de morir de pena, y el joven estaba tan despechado que decidió abandonar el país para no ver a su novia casada con otro. Inventó un pretexto y le comunicó a su tío que debía marchar a la capital. Como el tío no logró disuadirlo, le dio dinero, regalos, y le ofreció una fiesta de despedida. Wang Chu, desesperado, pasó cavilando todo el tiempo de la fiesta, diciéndose que era mejor partir y no empeñarse en un amor imposible.

Wang Chu se embarcó una tarde y había navegado unas millas cuando cayó la noche. Le dijo al marinero que amarrara la embarcación y que descansaran, pero por más que se esforzó no pudo conciliar el sueño. Hacia la medianoche, oyó pasos que se acercaban. Se incorporó y preguntó:

–¿Quién anda ahí, a estas horas de la noche?

–Soy yo, soy Ch´ienniang.

Sorprendido y feliz, Chang Chu la hizo entrar a la embarcación. Ella le dijo que el padre había sido injusto con él y que no podía resignarse a la separación. También ella había temido que Wang Chu, en su desesperación, se viera arrastrado al suicidio. Por eso había desafiado la cólera de los padres y la reprobación de la gente y había venido para seguirlo a donde fuera. Ambos, muy dichosos, prosiguieron el viaje a Szechuen.

Pasaron cinco años de felicidad y ella le dio dos hijos. Pero no llegaban noticias de la familia y Ch´ienniang pensaba cada vez más en su padre. Ésta era la única nube en su felicidad. Ignoraba si sus padres vivían o no, y una noche le confió a Wang Chu su pena.

–Eres una buena hija –dijo él–, ya han pasado cinco años y se les debe de haber pasado el enojo. Volvamos a casa.

Ch´ienniang se regocijó y se aprestaron a regresar con los niños.

Cuando la embarcación llegó a la ciudad natal, Wang Chu le dijo a Ch´ienniang.

–No sabemos cómo encontraremos a tus padres. Déjame ir antes a averiguarlo.

Al divisar la casa, sintió que el corazón le latía. Wang Chu vio a su suegro, se arrodilló, hizo una reverencia y pidió perdón. Chang Yi lo miró asombrado y le dijo:

–¿De qué hablas? Hace cinco años Ch´ienniang está en cama y sin conciencia. No se ha levantado una sola vez.

–No comprendo –dijo Wang Chu–, ella está perfectamente sana y nos espera a bordo.

Chang Yi no sabía qué pensar y mandó dos doncellas a ver a Ch´ienniang.

La encontraron sentada en la embarcación bien ataviada y contenta. Maravillada, las doncellas volvieron y aumentó el asombro de Chang Yi.

Entretanto, la enferma había oído las noticias y parecía haberse curado: sus ojos brillaban con una nueva luz. Abandonó el lecho y se vistió ante el espejo. Sonriendo y sin decir una palabra, se dirigió a la embarcación.

La que estaba a bordo iba hacia la casa: se encontraron en la orilla. Se abrazaron y los dos cuerpos se confundieron y sólo quedó una Ch´ienniang, joven y bella como siempre. Sus padres se regocijaron, pero ordenaron a los sirvientes que guardaran silencio, para evitar comentarios.

Por más de cuarenta años, Wang Chu y Ch´ienniang vivieron juntos y fueron felices.


El espejo del cofre

A la vuelta de un viaje de negocios, un hombre compró en la ciudad un espejo, objeto que hasta entonces nunca había visto, ni sabía lo que era. Pero precisamente esa ignorancia lo hizo sentir atracción hacia ese espejo pues creyó reconocer en él la cara de su padre. Maravillado lo compró y, sin decir nada a su mujer, lo guardó en un cofre que tenían en el desván de la casa. De tanto en tanto, cuando se sentía triste y solitario, iba a "ver a su padre".

Pero su esposa lo encontraba muy afectado cada vez que lo veía volver del desván, así que un día se dedicó a espiarlo y comprobó que había algo en el cofre y que se quedaba mucho tiempo mirando dentro de él.

Cuando el marido se fue a trabajar, la mujer abrió el cofre y vio en él a una mujer cuyos rasgos le resultaban familiares pero no lograba saber de quién se trataba. De ahí surgió una gran pelea matrimonial, pues la esposa decía que dentro del cofre había una mujer, y el marido aseguraba que estaba su padre.

En ese momento pasó por allá un monje muy venerado por la comunidad, y al verlos discutir quiso ayudarlos a poner paz en su hogar. Los esposos le explicaron el dilema y lo invitaron a subir al desván y mirar dentro del cofre. Así lo hizo el monje y, ante la sorpresa del matrimonio, les aseguró que en el fondo del cofre quien realmente reposaba era un monje zen.

La cólera de un particular

El Rey de T’sin mandó decir al Príncipe de Ngan-ling:

–A cambio de tu tierra quiero darte otra diez veces más grande. Te ruego que accedas a mi demanda.

El Príncipe contestó:

–El Rey me hace un gran honor y una oferta ventajosa. Pero he recibido mi tierra de mis antepasados príncipes y desearía conservarla hasta el fin. No puedo consentir en ese cambio.

El Rey se enojó mucho, y el Príncipe le mandó a T’ang Tsu de embajador. El Rey le dijo:

–El Príncipe no ha querido cambiar su tierra por otra diez veces más grande. Si tu amo conserva su pequeño feudo, cuando yo he destruido a grandes países, es porque hasta ahora lo he considerado un hombre venerable y no me he ocupado de él. Pero si ahora rechaza su propia conveniencia, realmente se burla de mí.

T'ang Tsu respondió:

–No es eso. El Príncipe quiere conservar la heredad de sus abuelos. Así le ofrecieras un territorio veinte veces, y no diez veces más grande, igualmente se negaría.

El Rey se enfureció y dijo a T’ang Tsu:

–¿Sabes lo que es la cólera de un rey?

–No –dijo T’ang Tsu.

–Son millones de cadáveres y la sangre que corre como un río en mil leguas a la redonda –dijo el Rey.

T’ang Tsu preguntó entonces:

–¿Sabe Vuestra Majestad lo que es la cólera de un simple particular?

Dijo el Rey:

–¿La cólera de un particular? Es perder las insignias de su dignidad y marchar descalzo golpeando el suelo con la cabeza.

–No –dijo T'ang Tsu–, esa es la cólera de un hombre mediocre, no la de un hombre de valor. Cuando un hombre de valor se ve obligado a encolerizarse, como cadáveres aquí no hay más que dos, la sangre corre apenas a cinco pasos. Y, sin embargo, China entera se viste de luto. Hoy es ese día.

Y se levantó, desenvainando la espada.

El Rey se demudó, saludó humildemente y dijo:

–Maestro, vuelve a sentarte. ¿Para qué llegar a esto? He comprendido.

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