jueves, 30 de marzo de 2017

Restos sangrientos (Relato de terror)





Restos sangrientos
por Steve Campbell

El teléfono sonó, creo recordar, a las dos y pico de la madrugada, después de la fiesta. Obnubilado por el efecto de la bebida, lo escuchaba lejano, como si sonara en el otro extremo de la galaxia. Pero, poco a poco, el sonido se fue acercando y –¡Triinn-Triinn! –lo oí justamente donde estaba, con su timbre insistente y de mal augurio.

Abrí los ojos de inmediato. La sala estaba sumergida en una luz crepuscular por el tenue brillo del alumbrado público que se colaba por las ventanas. Me incorporé del sofá, sintiendo el cuerpo pesado, tratando de mantener el equilibrio.

–¿Sí? –dije, llevándome el auricular a la oreja. Mi voz se escuchó extraña, ronca, y la garganta la sentí rasposa. Me acordé de los cigarros. Me había fumado una cajetilla completa.

–¡José! –contestó la voz de mi mamá, efusiva–. Ya vamos a subir al avión.

–¿Eh? –el alma se me fue a los pies. El sobresalto me había quitado la mitad de la borrachera. ¿Cómo diablos se me había olvidado que mis padres regresaban de sus vacaciones ese día por la madrugada? Aún sin luz, el apartamento se veía patas arriba.

–Sí, José. Sigue durmiendo. Chao –me dijo mi madre sin adivinar mi susto y colgó. Me quedé solo en el sospechoso silencio de la oscuridad de mi hogar.

A tientas busqué el interruptor de la luz, lo encontré y lo accioné. La sala quedó bañada por la luz blanca de la lámpara fluorescente y el desastre final de la fiesta quedó en evidencia. Por el suelo pululaba lo inimaginable: colillas, vasos desechables, cajetillas de cigarro, trozos de pizas y otros chismes inclasificables. Un idiota había apachurrado un cigarrillo contra la pared y la pintura blanca estaba tiznada. Las almohadas de los sillones estaban tiradas por doquier, como personas desalojadas. Con asco y una rabia grandísima, vi un condón usado en una esquina.

"Sí, sin duda mis padres me matarán", me dije, trazando una estrategia en mi mente para resolver tamaño problema.

Empecé echando toda la porquería del suelo en una bolsa plástica. El condón usado lo recogí con un par de guantes desechables. Luego coloqué todo en su lugar; recogí las almohadas y arreglé los portarretratos sobre la mesita de la sala. Uno tenía el cristal roto y habían dibujado bigotes gatunos en cada uno de los rostros de la foto donde yo aparecía junto a mis padres. La broma me arrancó una sonrisa. Limpié el trozo de pared donde habían apagado el cigarro y, con el trapo en una mano, me detuve a mirar cómo había quedado todo después de la limpieza. Todo parecía en orden. Sin embargo, parecía que el reguero había entrado a mi cabeza, pues un dolor atenazante me había empezado a perforar los sesos.

Pese a todo estaba satisfecho, pues había actuado rápido y, en menos de media hora, había dejado el apartamento bastante limpio y organizado. Mis padres no sospecharían que se había hecho una fiesta en él ni en un millón de años. Sólo me quedaba deshacerme de la evidencia. Como un buen criminal, agarré el bolso lleno de porquerías y me dispuse a sacarlo del apartamento –la escena del crimen–.

Me eché el llavero a un bolsillo del pantalón y salí al pasillo. Tomé el elevador y bajé los ocho pisos hasta el parqueo subterráneo.

En el parqueo se sentía un poco de frío. Las luces amarillas del techo lo iluminaban con languidez, se reflectaban en la superficie de los coches y penetraban con dificultad la atmosfera opaca, neblinosa… ¿o no? Sí… creo. En el aire flotaba una bruma blanquecina, como el vapor acumulado en un baño. Había mucho silencio.

Tenía que llevar la bolsa hasta una esquina, donde alguien se encargaría de recogerla luego. Me dirigí hacia allá. La migraña se me había incrementado y era como si algo o alguien me taladrara los sesos con saña. Llegué a la esquina y tiré la bolsa, entonces volví a tomar la dirección al elevador.

Iría a mi cama y dormiría hasta las doce del día. Cuando mis padres llegaran, no iban a sospechar nada; además, contaba con que ningún vecino fuera a quejarse por la bulla de la fiesta.

Iba sumergido en estos pensamientos, cuando, de pronto, vi aquello.

La niebla se había disuelto como por arte de magia y la visión se me hizo más clara. Demasiado clara para mi mala suerte. A unos dos metros por delante de mí, vi el brazo mutilado de una persona; estaba cubierto de coágulos de sangre y en la muñeca llevaba una manilla de cuero con una calavera de metal adosada al dorso. La mano estaba cerrada, como si su dueño la hubiera crispado en el último momento, loco de dolor.

El corazón se me paró durante un segundo. Me detuve, espantado. Abrí la boca y grité con todas las fuerzas que me permitieron los pulmones.

El gritó hizo ecos en todo el parqueo, como si lo hubieran soltado media docenas de personas horrorizadas como yo.

Entonces vi otra extremidad un poco más adelante: una pierna. Tenía un tenis y parecía que había sido arrancada de su tronco, como se arranca un muslo de un pollo asado, desgarrando tejidos y articulaciones. A la altura de la ingle, asomaba el extremo del fémur que se articula con la cadera. Un calzoncillo purpura por la sangre coagulada pendía aún del muslo.

Grité más, hasta que me quedé sin aliento. Respiré profundamente y volví a gritar. Me fui girando poco a poco y, a medida que lo hacía, me fui enterando de las verdaderas proporciones de aquella matanza. Mis gritos ya estaban en modo automático, como una cacofonía que se repitiera eternamente.

Por todo el suelo de cemento del parqueo se extendía el resultado de una cruenta carnicería. Ora veía un tronco sin extremidades; ora, uno con las vísceras desparramadas sobre el suelo; ora, una pierna o un brazo dobladas sobre el parabrisas y el techo de un coche o en el suelo; ora, una pared salpicada por un largo chorro de sangre, que había rodado por efecto de la gravedad hasta quedar coagulado, dejando unos grotescos dibujos que hablaban de muerte y terror.

Al completar un giro de trescientos sesenta grados –la garganta adolorida de chillar y el corazón a punto de estallar en mil pedazos dentro de mi pecho– me percaté de que no había ni una sola cabeza en medio de toda aquella mortandad. Había un aproximado de veinte cuerpos, pero no había visto ni una sola cabeza humana.

De pronto sentí que me mareaba. Empezaba a ver doble y mis piernas comenzaron a flaquear, hasta que se pusieron como espaguetis y caí al suelo. Mis párpados descendían y mi boca se había enmudecido, de modo que no hubiera podido pedir auxilio, si acaso hubiera servido de algo. Al mismo tiempo, mis músculos se habían dormido. ¡Estaba tieso, como si sufriera una parálisis del sueño! Mis ojos se cerraron por entero, pero estaba consciente; veía una pantalla rosada por la luz que me atravesaba los párpados.

De un momento a otro, no sé decir si al cabo de pocos segundos o después de unos minutos, algo me agarró por los tobillos y empezó a arrastrarme. Mi cuerpo inerte no podía defenderse y un terror abyecto me invadió. Lo supe al instante: me iban a desmembrar como a todas aquellas personas, y algún psicópata me arrancaría la cabeza y la agregaría a su colección.

No pude aguantar más y la oscuridad me venció, cubriéndome con un velo negro.

Desperté en mi apartamento. Fui recobrando la conciencia gradualmente, y mi campo visual se fue ampliando desde la anchura del ojo de una cerradura hasta llegar a la normalidad. La cabeza me dolía como si me la hubieran golpeado con un martillo y los pensamientos, ilegibles e incapaces de salir, se acumulaban en algún lugar de su interior. Cuando cobré cierto control mental, me percaté de que estaba en el suelo del vestíbulo. Me incorporé de inmediato, comprobando que aún conservaba gran parte de la borrachera. Tambaleándome, fui al baño y vomité profusamente en el váter una mezcla marrón de piza a medio digerir y jugo gástrico.  Después de jalar la cadena, me lavé el rostro y me mojé el pelo. Me miré en el espejo mientras me lo arreglaba con la punta de los dedos. El rostro pálido y cansado que se reflejaba no era nada agradable; tenía dos medias lunas moradas bajo los ojos y las pupilas empequeñecidas. Las aletas de la nariz un tanto aleteantes. Me percaté de que tenía la respiración agitada y que el corazón latía a un ritmo por encima de lo normal.

A través del espejo, vi una madeja blanca pasar por el pasillo en dirección a la sala.

–¡Eh, tú! –grité saliendo del baño.

La sala estaba desierta, caminé hacia el centro y miré en derredor. De un momento a otro, la madeja paso fugazmente por el límite de mi campo visual. Me volví de inmediato, pero no vi nada; sin embargo, un escalofrió me recorrió todo el cuerpo, los pelos de la nuca se me erizaron y la frecuencia respiratoria y cardíaca se aceleraron un poco más, como motores que llegan a su máxima potencia. Sentí la presencia de algo que no se iba a ir hasta conseguir lo que había venido a buscar.

–¿Quién eres? –pregunté con la voz temblorosa–. ¿Qué quieres?

Como respuesta, algo presionó el interruptor de la luz y cerró las ventanas, dejando todo a oscuras en menos de un segundo. La luz del baño también se había apagado. Luego empezó a dar vueltas entorno a mí, en una especie de danza macabra que se diera alrededor de una hoguera… y yo no podía ver que era. Nunca en mi vida le había tenido tanto miedo a la oscuridad, ni siquiera cuando tenía cinco años e imaginaba cosas en el armario, o reptando en el piso de mi habitación. Me quedé petrificado del miedo, esperando el instante final.
Los segundos pasaban, largos y llenos de tensión.

¿Por cuánto tiempo, aquello, cualquier cosa que fuera, me estaría aterrorizando antes de matarme?

"Tal vez se divierta, como un gato con un ratón al que ya ha inyectado su veneno, dejándolo embobado", pensé.

Entonces se detuvo y un par de ojos se materializaron en medio de la oscuridad y se me acercaron. Flotaban a casi dos metros del suelo. Si formaban parte de algo parecido a una cabeza o no es algo que nunca llegaré a saber. Eran redondos, con las escleróticas de un color naranja flameante, como un resquicio por el que se pudiera observar el interior de un horno. Sus pupilas, de color negro, eran ovaladas, como almendras, y estaban dispuestas en vertical; a veces se hacían pequeñas, para luego volver a tomar su tamaño natural.

Esos ojos se detuvieron a menos de un estirar de brazos de mí, mirándome fijamente. Yo no me atrevía a correr. Al cabo de unos segundos, aquello habló, materializándose una dentadura cerrada en la oscuridad, incómodamente blanca y grande, con unos colmillos demasiado puntiagudos. Mientras la voz se escuchaba, la dentadura no se abrió, como si quien hablase fuera un artista ventrílocuo.

–Limpias la casa en vano –dijo–. Tus padres nunca volverán. No creo que sobrevivan a un accidente de avión. No en un avión que se estrelle desde unos treinta mil pies de altura. No, no lo creo. Sus cuerpos se pulverizarán en el impacto y ni el mejor forense del mundo los podrá encontrar en medio de tantos fragmentos retorcidos y humeantes. Además…

Pero logré lanzar un grito:

–¡Cállate! –sentía rodar las lágrimas por mis mejillas y como un sentimiento de enfurecimiento y rabia se caldeaba en mi interior–. ¡Cállate, cállate! –volví a gritar, mientras aquella cosa, que era ojos y dientes nada más, me miraba sorprendida. Esa reacción me había dotado de más valor y salí súbitamente de la inmovilidad. Levanté los puños y me abalancé hacia aquello, lanzando derechazos e izquierdasos sin control. Pero sólo golpeé el aire, pues la maldita cosa desapareció enseguida, como la luz de una vela que se hubiera extinguido.

Escuché unas carcajadas detrás de mí y volvió a correr por toda la sala, entorno a mí.

Secándome las lágrimas, traté de mantener la calma.

Al cabo de unos segundos, aquello se paró y habló de nuevo. Me fui girando, buscando la fuente de la voz, hasta que volví a ver aquellos ojos ignífugos y la dentadura perfecta y blanca, como de caricatura, flotando en el vacío. Esta vez se había colocado a una distancia prudente, como si yo pudiera hacerle daño.

–¿Viste esos cuerpos en el parqueo? –preguntó en tono avieso, y continuó sin esperar respuesta–. Son todos tus amigos. Les fui pasando la cuenta a medida que salían del ascensor y me divertí mucho. No hay nada más gratificante que oír a una chica gritar. ¿Ahora puedes decirme que coño hago contigo? –rió perversamente y fue la única vez que vi moverse aquella dentadura. Las hileras de dientes se separaron por un instante, los colmillos destacando en la de arriba, y dejó al descubierto un hoyo de negrura–. Puedes escoger tu muerte. Usa tu imaginación y busca el modo más retorcido y doloroso posible de morir, por favor. ¿Qué tal si te arrancó la lengua con unas tenazas al rojo, luego las extremidades como pétalos, y al final te retuerzo el cuello hasta que se desprenda de tu tronco?

Las lágrimas me habían vuelto a brotar y un temblor incontrolable sacudía mi cuerpo. Podía escuchar mi respiración, como si tuviese fuelles y no pulmones. Las palabras con que me hubiera gustado expresar mi rabia no me salían, y un tropel de pensamientos instintivos, que me podrían ayudar a sobrevivir en aquel momento, se acumulaba en mi cabeza adolorida. El que más sensato me parecía en ese momento, por increíble que pueda parecer, era el que me ordenaba quedarme donde estaba y ser valiente hasta que todo pasara. Sabía que correr sólo empeoraría las cosas.

–Piensa, piensa –dijo la voz ventrílocua y aguda al cabo de unos segundos–. ¿Qué me dices?

¿Qué te digo? ¡Vete al diablo, imbécil! Eso te digo.

–¿Vete al diablo, IMBÉCIL? Jajaja –rió la cosa, como quien se ríe de algo cómico–. Yo soy el diablo.

–Vete a tu infierno –dije sin inmutarme.

La cosa no volvió a replicar. Desapareció como antes y todo se quedó en silencio. La oscuridad prevaleció durante unos segundos, como una sólida nube de tinta, hasta que la luz volvió a encenderse.

Me coloqué las manos en las sienes, apretando los dientes. Algo me daba latigazos por dentro de la cabeza. En mis oídos había un ruido cacofónico de vidrios triturados, de cráneos de bebes partidos contra un muro, del trino lastimero de un millón de pájaros. Algo me perforaba la médula ósea, succionándome los tuétanos, dejándome sin aliento. Los ojos me latían hacia fuera de sus órbitas como corazones arrítmicos, cada vez más fuerte, más fuerte; hasta que finalmente, con un ruido viscoso, se desprendieron de mi cara, primero uno y luego otro, y cayeron al piso. Esta oscuridad era incomprensible, como si no existiera. El pánico se unió al terror y con las manos sujetándome aún la cabeza, empecé a dar tumbos por la sala, hasta que caí sobre el sofá y perdí el conocimiento.

Mis padres me despertaron unas horas después. Tenía mis ojos en su lugar y los pude ver. Ambos estaban sanos y parecían felices. Les dije que me había acostado en el sofá para esperarlos, cuento que se creyeron.

Recordé de inmediato lo sucedido, mirándolo a través de un lente de irrealidad, aunque tenía la certeza de que todo había ocurrido. Algo muy malo había pasado. Como para confirmar mi conclusión las luces de las casas se apagaron por un instante, mi corazón dio un brinco, y volvieron a encenderse.

Mis padres estaban cansados y se fueron a dormir. Yo hice lo propio, pues, aunque estaba asustado, tenía un sueño de campeonato.

Al levantarme lo supe todo. Mi amigo más íntimo me telefoneó temprano. Cuatro de los chicos que habían venido a la fiesta, habían muerto en un accidente de coche, camino a sus casas. El coche había sido impactado por un camión de basura y los cadáveres eran irreconocibles.

En los meses sucesivos, murieron otros de los chicos que habían venido esa noche a mi casa. Las muertes eran trágicas e insospechadas. Cuando los chicos que quedaban vivos, descubrieron la conexión entre las muertes y la fiesta, se distanciaron de mí y no tardaron en aparecer notas de amenazas, acusándome de brujo.

Pero con el tiempo, hasta esas notas desaparecieron, pues todos ellos murieron al fin –atropellados por coches o trenes, tirándose desde la azotea de un edificio, incinerados en algún incendio o asesinados por algún loco que se había cruzado en sus caminos–, todo eso ocurrió en un par de años, hasta que sólo quedé yo. El miedo no me abandona nunca y temo por mis padres. ¿Acaso el diablo cumplirá con el destino que les vaticinó?

¿Comprende ahora, doctor, por qué llegué aquí?

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