viernes, 24 de febrero de 2017

Texto fílmico: Las vírgenes suicidas



Las vírgenes suicidas
por Cristian de la Cruz

Las vírgenes suicidas es la primera de las novelas del escritor norteamericano Jeffrey Eugenides, una novela por demás estremecedora publicada en 1991, que obtuvo una excelente acogida por parte del público lector y mereció elogios por parte de la crítica. De ella, John Banville, uno de los grandes talentos de la lengua inglesa, escribió lo siguiente:

“Una de las mejores novelas, insisto, de las mejores, que he leído en años, y si nuestra época se tomara aún la literatura en serio, debería ser saludada como El guardián entre el centeno de los confusos años noventa”


La trama nos conduce por el mundo de la adolescencia de cinco hermanas, un mundo que no resulta del todo claro para los muchachos que las conocieron hace veinte años y todavía no se pueden explicar lo sucedido con la vida de las muchachas. El narrador, voz común de esos muchachos, nos va mostrando los testimonios, personajes, y hechos que hace tanto presenciaron y que sellaron el nefasto destino de la familia Lisbon, un destino tan inenarrable que, aún después de tanto tiempo, ellos, protagonistas se diría que inconscientes de la terrorífica historia, todavía se preguntan qué papel desempeñaron en ella, y si se hubieran podido evitar las muertes de las chicas, en un intento de armar en sus mentes el rompecabezas que los perturba desde entonces.

Después de ganar el premio Aga Kham de ficción en 1991, Las vírgenes suicidas fue llevada a la gran pantalla en 1999, y la película, que cuenta en su reparto con James Woods, Kathleen Turner, Kirsten Dunst,  Chelse Swain, Leslie Hayman,  A. J. Cook y Hanna R. Hall, para representar a la familia Lisbon, y el guión y la dirección de Sofía Coppola en su debut como directora, no hizo más que incrementar los seguidores de la interesante novela,  aun si tenemos en cuenta que se hicieron cambios radicales en la ordenación de los hechos narrados así como en otros detalles, cosa, por otro lado, bastante común en esos casos debido a las diferencias entre las necesidades de la realización del cine y de la prosa.

De esa manera, la película está ambientada a mediados de los años 70, y comienza cuando la más pequeña de las hermanas Lisbon, Cecilia, intenta suicidarse sin éxito. La familia Lisbon está compuesta por los padres y las cinco hermanas, que con su belleza mantienen exaltados a los muchachos de la zona residencial de Grosse Point, poblado de Míchigan en donde viven, y por una serie de motivos se mantiene aislada del resto de la comunidad, lo que presumiblemente ha provocado la desesperación de la niña de trece años que la ha llevado a cometer ese acto de locura.

El psicólogo de la niña, interpretado por Dani DeVito, recomienda a los padres que permitan a sus hijas relacionarse más con los muchachos y estos deciden hacer una fiesta en la casa, esperando que con eso se restablezca el estado de ánimo de las muchachas. No se imaginan que la pequeña Cecilia intentará una vez más suicidarse, esta vez con éxito, pues después de despedirse de los presentes se lanza por una ventana y muere producto de un golpe en la cabeza contra una barra de hierro.

El sacrificio de la adolescente impulsa a los padres a aislarse aún más de los habitantes del pueblo, con lo que la situación de las hermanas empeora, mas esto no impide que Lux Lisbon se las arregle para hacerse novia de Trip Fontaine, el chico más solicitado de la escuela, aprovechando que un nuevo curso comienza, y eso a pesar de ser la más pequeña de las hermanas luego de la desaparición de Cecilia, pues sólo tiene catorce años.

El tiempo pasa y los Lisbon se recuperan poco a poco de su pérdida, hasta que llega la fiesta de graduación de las hijas. El novio de Lux intercede para llevar a las hermanas y los padres están dispuestos a permitir que asistan en compañía de otros muchachos. Es así como Therese, Mary, Bonnie, y Lux van a la fiesta con la condición de comportarse y volver dentro de los términos pactados, cosa que no hacen cuando Lux Lisbon tiene sexo con su chico en un campo de deportes y después es abandonada.

Esta desobediencia provoca un nuevo retroceso y las hermanas Lisbon vuelven a su encierro, esta vez tan impenetrable que deben utilizar luces para comunicarse con sus admiradores e intercambiar canciones por teléfono. Pero los padres no logran, sin embargo, impedir que Lux continúe teniendo sexo en el techo de la casa, en esta ocasión con chicos desconocidos, sin que le importe que los admiradores de siempre miren lo que sucede desde el otro lado de la calle.

Y eso continúa por meses hasta que una noche los muchachos son citados, supuestamente para cumplir el deseo de escapar de las hermanas, y se presentan en la casa dispuestos. Lux los recibe fumando un cigarrillo y los hace entrar para después ir a esperar a sus hermanas en el auto, mas lo que se encuentran los muchachos los marcará para toda la vida, pues tropiezan con un cuerpo que cuelga en el sótano y entran en pánico. El miedo los hace correr y en el proceso tropiezan con otros cuerpos; Therese ha tomado píldoras, Bonnie es la que cuelga en el sótano, Mary metió su cabeza en el horno con el gas prendido, y para colmo Lux Lisbon, la única viva cuando llegaron, ha muerto intoxicada por el monóxido de carbono producido por el motor del coche encendido en el garaje.

La noticia de los suicidios se extiende y los padres Lisbon, devastados por la muerte de todas sus hermosas hijas, venden la casa y se van del pueblo. En tanto los vecinos, sin saber cómo comportarse en un caso como ese, simulan que nada ha pasado y pronto vuelven a su vida cotidiana. Pero para los muchachos la vida nunca será lo mismo, ellos no podrán olvidar los horribles hechos que han presenciado, y los rememorarán una y otra vez por el resto de sus vidas.

En resumen, la versión fílmica de Las vírgenes suicidas es una película excelente, que en unión a la conocida American beauty, o a Magnolia, películas producidas en el mismo año 1999, nos muestra una faceta más oscura de la familia convencional norteamericana.

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lunes, 20 de febrero de 2017

Curioseando: Flores deshojadas



Flores deshojadas
por Cristian de la Cruz

El ser humano suele comportarse de un modo poco inteligente a menudo, no se sabe si porque eso le conviene en ciertas ocasiones, para alcanzar un objetivo oculto que no le es posible justificar y nada tiene que ver con lo que declara, o porque realmente cree en las tonterías que hace.

A manera de ejemplo típico tenemos el caso de la creencia, bastante extendida en una época, de que el sida era una enfermedad que sólo afectaba a homosexuales; como si un virus pudiera distinguir la preferencia sexual de su próxima víctima de algún modo y decidir conscientemente si ésta le convenía para sus "malévolos" propósitos.

El resultado de esa idea nada acorde con la experiencia es de todos conocido, fueron muchos los hombres y mujeres heterosexuales que cavaron sus propias tumbas al no protegerse adecuadamente por creerse inmunes.

Pero por lo menos en el caso comentado arriba, era la persona ingenua, y no otra, la que pagaba por las consecuencias de guiarse por una idea tan poco creíble. En otras ocasiones, por desgracia, los platos rotos los han pagado los inocentes, y por eso, los hechos han despertado la indignación de la gente consciente.

Es éste último precisamente, cuando una víctima inocente es sacrificada por una idea sin sentido, el caso que sirvió de inspiración al pintor español Ramón Casas (1866-1932) para la creación en 1894 de su obra "Flores deshojadas".


A finales del siglo XIX se había extendido la creencia de que tener relaciones sexuales con una chica virgen servía de cura a la sífilis, una enfermedad que en esa época era bastante común entre la población, y que era mortal con frecuencia debido a que aún la penicilina no había sido descubierta. Y el resultado de esa falsa teoría de moda fue que los casos de violación a adolescentes se hicieron tan comunes que no hubo una sola persona que pudiera ignorar su existencia, incluidos los artistas.

Claro, puede pensarse que la creencia comentada era cosa de esos tiempos, ahora en el pasado, cuando reinaba el analfabetismo en la mayoría de los países. Pero no debe engañarse el lector, no es en todas partes que reina la cordura. Hasta donde se sabe, la práctica que le sirvió de inspiración al pintor español continúa en activo en el África negra, en donde se cree que sirve para curarse del sida. Por eso, no debe extrañar a nadie si de pronto se encuentra con una versión moderna de la obra de Ramón Casas comentada, y menos si esta vez está posando una modelo de piel oscura.

¿Qué cree usted? ¿Conoce otros casos parecidos, en los que una obra de la plástica sirva o haya servido de denuncia a un hecho despreciable?

Espero sus comentarios.

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viernes, 10 de febrero de 2017

El arca sideral: Capítulo II



El arca sideral
por Pedro Luis Carballosa Mass

Capítulo II

Era entrada la tarde y pronto anochecería. El sol se podía ver como un enorme disco color carmesi, levitando encima de los picos de las lejanas montañas, y su lento descenso se aceleraba a ojos vista a medida que la línea del horizonte se encontraba menos distante. De todas maneras, a pesar de que la luz que emitía era pálida y diluida como en una acuarela, podría decirse que moribunda, aún era suficiente para provocar un molesto resplandor cuando era reflejada por las altas nubes de un gris-plateado que se movían sobre la ciudad, cual pesados navíos impulsados por una leve brisa sobre un inmenso mar azul profundo. El astro las teñía por debajo de encarnado y las hacía refulgir como a la luna llena mientras iban a reunirse con los nubarrones negros que se acumulaban en el norte.

El hombre diminuto vestido con un overol verde de mecánico levantó la cabeza de la mirilla de su enorme fusil para mirar el hermoso espectáculo y, como con las nubes, la luz del sol hizo brillar su sudado rostro bronceado y su cabello escarlata cuando la volvió a su derecha. Hacía rato estaba en la cima de un edificio en ruinas, tirado de bruces en la parte superior de un depósito cuyas inmensas dimensiones contribuían a que se viera mucho más insignificante, con la única compañía de su propia sombra, que se iba hacíendo cada vez más alargada. En sus labios más bien gruesos pareció esbozarse por unos instantes una leve sonrisa, y sus ojos esmeralda, se diría que demasiado grandes para pertenecer a una persona de sus proporciones, lanzaron destellos de gozo, como si el panorama le recordara algo divertido y verlo una vez más lo regocijara. Pero la sonrisa desapareció de a poco hasta desfigurar el rostro en una mueca en cuanto el hombrecillo escuchó el retumbar de un trueno, como si ese sonido le recordara otra cosa, esta vez desagradable. En ese momento sus pupilas se dilataron hasta parecer platos y posó la mirada adelante, para encontrarse con más relámpagos que descendían desde las alturas a lo lejos y parecieron cruzar, a la vez que el cielo, el abismo negro de los ojos. Las descargas eléctricas, o puede que la cercanía de la noche, lo hicieron verse nervioso de pronto, y se pasó una manga del overol por el rostro, resopló ruidosamente, y miró el reloj de esfera fosforescente que llevaba en la muñeca de su brazo derecho antes de concentrarse de nuevo en la mirilla de su arma.

El edificio en ruinas estaba a bastante distancia del centro de la ciudad, que se distinguía por sus elevados edificios puntiagudos recubiertos de cristalería, por su limpieza, y por los muros en forma de anillo que lo rodeaban, cada uno más grande que el resto. Pero lo que más lo hacía resaltar era el contraste con las casuchas de madera carcomida y materiales plásticos que se amontonaban, como si se sostuvieran las unas a las otras, y que lo cubrían todo casi hasta el infinito alrededor del anillo más exterior de la muralla.

El visor del fusil recorrió una región del caserio, y se posó en una especie de plaza polvorienta en la que unos chicos harapientos se divertían corriendo. Los muchachos parecían contentos a pesar de su pobreza, y por lo visto hubieran continuado correteando para siempre, mas de pronto se detuvieron al unísono y miraron hacia un sitio que estaba fuera del ángulo de visión del arma, con las cabezas levantadas y los cuellos estirados, como animalitos asustados. El hombre dimimuto no tardó mucho en localizar la causa de ese comportamiento y pudo ver en el visor de su fusil el rostro ovalado de una muchacha, en apariencia bastante joven, pero que por su seriedad, el modo en que parecía gritar a los muchachitos, y la tristeza que reflejaban sus grandes ojos pardos, parecía una mujer madura. Por un momento pareció que ese chica sería la victima, pues la mira se detuvo demasiado sobre ella, como si el tirador esperara confirmación, con la cruceta de puntería sobre la pálida frente perlada de gotitas. El disparo, sin embargo, no se hizo presente, y el hombrecillo, luego de volver a mirar a los niños para ver como caminaban hacia la casucha ante la cual continuaba la chica que los reclamaba, y de soltar una risita pícara, como si la consternación repentina de los rostros infantiles lo llenara de contento, movió de nuevo su arma de modo que la mira ascendiera a lo largo de uno de los edificios del centro rodeado de muros hasta posarse en uno de los pisos altos.

Para ese momento, los últimos vestigios del sol iluminaban la cima de la construcción, y hacían que los cristales lanzaran destellos como diamantes. Eso, no obstante, no pareció molestar para nada al hombre diminuto, que se concentró en la sala que podía verse a través de uno de los vidrios. En ella resaltaba una larga mesa de tapete verde rodeada de sillas de estilo victoriano que, como lo habían estado las otras veces en que las había mirado, continuaban vacías.

–¡Maldición! –masculló el hombrecillo y resopló impaciente–. Deberían haberse reunido hace rato.

Hacía tanto calor que a pesar de la brisa la frente se le había cubierto de nuevo de sudor, y cuando movió la cabeza a los lados, como consternado, las gotas le corrieron por las mejillas. Pero como si lo hubieran escuchado, cuando estaba a punto de levantar la vista de la mirilla de su fusil, la puerta color caoba de la pared del fondo de la sala se abrió y por ella entraron a la sala una decena de hombres bien vestidos y de rostros sonrosados.

La comitiva iba presidida por un hombre, se diría que de bastantes años por su pelo blanco aun si no se le notaba tanto la edad por la piel lisa de su rasurado rostro. El resto de los individuos se turnaban para decirle algo, y le mostraban sus cuadernos electrónicos, salvo por dos de ellos, que lo seguían con sus rostros inmutables. La sala era enorme incluso cuando en un primer momento no lo parecía, y los hombres demoraron un poco en llegar hasta uno de los extremos de la larga mesa. Pero cuando lo hicieron, el hombre de pelo blanco pronunció unas palabras, dando a la vez indicaciones con las manos, y los que lo seguían, otra vez salvo por los dos hombres de rostro serio, corrieron a las sillas y se acomodaron.

–Esta vez sí te tengo –masculló el hombre diminuto cuando el hombre de pelo blanco se sentó a su vez, y rastrilló su arma para luego enfocar la mira en la cabeza indefensa.

Desde la posición en donde estaba situado sólo podía ver una parte del rostro de la víctima, con el resto oculto por el alto respaldo de material sintético negro de la silla rotatoria.  La sala no estaba en una posición permendicular y, a pesar de estar en los últimos pisos, también la veía en picado. El dedo índice de su derecha le hizo una delicada caricia al gatillo de su rifle mientras el individuo se volvía hacia uno de los hombres que se habían quedado de pie a sus espaldas, uno a cada uno de sus costados. Eso sacó la cabeza de la mira por completo, reemplazándola del todo por el respaldo de la silla, y decidió esperar por un instante. El interpelado se inclinó para escuchar lo que le decían y, luego de asentir, y de hacer una respetuosa reverencia, se dirigió hacia otra mesita más pequeña que estaba contra la pared del fondo seguido por la mirada de los otros.

El hombre de pelo blanco permanecíó oculto por su asiento sin saber que eso era lo que prolongaba su vida, al menos por unos minutos. Pero pronto el hombre diminuto se percató de lo que le había pedido a uno de sus guardaespaldas, cuando las cortinas comenzaron a deslizarse suavemente. Por lo visto los últimos rayos del sol poniente, o el resplandor que provocaban en las nubes grisáseas, le resultaban molestos por darle en la cara.

–¡Maldición! –masculló el hombre diminuto y titubeó por un instante.

Esa oportunidad única podría no repetirse en meses, y no podía darse el lujo de perderla. Por otro lado, si fallaba en esa ocasión, la siguiente sería más complicada, si es que había una siguiente. Las cortinas avanzaban lentamente, cubriendolo todo con su gruesa tela marrón oscuro, y en el rostro del hombre diminuto se esbozó una sonrisa, como si de pronto la situación le resultara graciosa. De todas maneras, si se venía a ver debía dar gracias porque en ese edificio todavía se usaran cortinas en lugar de oscurecer los vidrios. Eso le daba por lo menos un chance y no iba a desaprovecharlo.

Todo sucedió rápidamente. Las pupilas de los ojos verdes se estrecharon hasta no ser más que unos puntitos negros en medio de la selva, la mente calculó la posición de la víctima del otro lado del respaldo, y el dedo índice presionó el gatillo. El estampido no sóno mucho, poco más que un silbido, pero en la sala de reuniones una nubecilla de polvo se despendió del respaldo del asiento del hombre de cabello blanco, y la aguda visión del hombrecillo pudo ver a través de la mira que estaba teñido de rojo.

–¡Listo! –exclamó el hombrecillo y se puso de pie de un salto, como si su enorme fusil no le pesara, sin prestar atención a las miradas atonitas en los rostros de los hombres de la sala.

Por un momento estuvo de pie encima del depósito, como si no le preocupara que lo vieran, con el fusil sobre un hombro. Estaba claro que se sentía satisfecho. Pero luego caminó hasta un borde de la construcción y miró hacia abajo.

En la base del depósito en donde estaba lo esperaba una maleta de herramientas, y se deslizó por la escalera, oxidada y de unas dimensiones que parecía hecha por seres gigantes, para seguidamente ponerse a desarmar su fusil con calma, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, a medida que las tinieblas comenzaban a cubrirlo todo.

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