El arca sideral
por Pedro Luis
Carballosa Mass
Capítulo
II
Era entrada la tarde y pronto
anochecería. El sol se podía ver como un enorme disco color carmesi, levitando
encima de los picos de las lejanas montañas, y su lento descenso se aceleraba a
ojos vista a medida que la línea del horizonte se encontraba menos distante. De
todas maneras, a pesar de que la luz que emitía era pálida y diluida como en
una acuarela, podría decirse que moribunda, aún era suficiente para provocar un
molesto resplandor cuando era reflejada por las altas nubes de un gris-plateado
que se movían sobre la ciudad, cual pesados navíos impulsados por una leve
brisa sobre un inmenso mar azul profundo. El astro las teñía por debajo de
encarnado y las hacía refulgir como a la luna llena mientras iban a reunirse
con los nubarrones negros que se acumulaban en el norte.
El hombre diminuto vestido con un
overol verde de mecánico levantó la cabeza de la mirilla de su enorme fusil
para mirar el hermoso espectáculo y, como con las nubes, la luz del sol hizo
brillar su sudado rostro bronceado y su cabello escarlata cuando la volvió a su
derecha. Hacía rato estaba en la cima de un edificio en ruinas, tirado de
bruces en la parte superior de un depósito cuyas inmensas dimensiones
contribuían a que se viera mucho más insignificante, con la única compañía de
su propia sombra, que se iba hacíendo cada vez más alargada. En sus labios más
bien gruesos pareció esbozarse por unos instantes una leve sonrisa, y sus ojos
esmeralda, se diría que demasiado grandes para pertenecer a una persona de sus
proporciones, lanzaron destellos de gozo, como si el panorama le recordara algo
divertido y verlo una vez más lo regocijara. Pero la sonrisa desapareció de a
poco hasta desfigurar el rostro en una mueca en cuanto el hombrecillo escuchó
el retumbar de un trueno, como si ese sonido le recordara otra cosa, esta vez
desagradable. En ese momento sus pupilas se dilataron hasta parecer platos y
posó la mirada adelante, para encontrarse con más relámpagos que descendían
desde las alturas a lo lejos y parecieron cruzar, a la vez que el cielo, el
abismo negro de los ojos. Las descargas eléctricas, o puede que la cercanía de
la noche, lo hicieron verse nervioso de pronto, y se pasó una manga del overol
por el rostro, resopló ruidosamente, y miró el reloj de esfera fosforescente
que llevaba en la muñeca de su brazo derecho antes de concentrarse de nuevo en
la mirilla de su arma.
El edificio en ruinas estaba a
bastante distancia del centro de la ciudad, que se distinguía por sus elevados
edificios puntiagudos recubiertos de cristalería, por su limpieza, y por los
muros en forma de anillo que lo rodeaban, cada uno más grande que el resto.
Pero lo que más lo hacía resaltar era el contraste con las casuchas de madera
carcomida y materiales plásticos que se amontonaban, como si se sostuvieran las
unas a las otras, y que lo cubrían todo casi hasta el infinito alrededor del anillo
más exterior de la muralla.
El visor del fusil recorrió una
región del caserio, y se posó en una especie de plaza polvorienta en la que
unos chicos harapientos se divertían corriendo. Los muchachos parecían
contentos a pesar de su pobreza, y por lo visto hubieran continuado correteando
para siempre, mas de pronto se detuvieron al unísono y miraron hacia un sitio
que estaba fuera del ángulo de visión del arma, con las cabezas levantadas y
los cuellos estirados, como animalitos asustados. El hombre dimimuto no tardó
mucho en localizar la causa de ese comportamiento y pudo ver en el visor de su
fusil el rostro ovalado de una muchacha, en apariencia bastante joven, pero que
por su seriedad, el modo en que parecía gritar a los muchachitos, y la tristeza
que reflejaban sus grandes ojos pardos, parecía una mujer madura. Por un
momento pareció que ese chica sería la victima, pues la mira se detuvo
demasiado sobre ella, como si el tirador esperara confirmación, con la cruceta
de puntería sobre la pálida frente perlada de gotitas. El disparo, sin embargo,
no se hizo presente, y el hombrecillo, luego de volver a mirar a los niños para
ver como caminaban hacia la casucha ante la cual continuaba la chica que los
reclamaba, y de soltar una risita pícara, como si la consternación repentina de
los rostros infantiles lo llenara de contento, movió de nuevo su arma de modo
que la mira ascendiera a lo largo de uno de los edificios del centro rodeado de
muros hasta posarse en uno de los pisos altos.
Para ese momento, los últimos
vestigios del sol iluminaban la cima de la construcción, y hacían que los
cristales lanzaran destellos como diamantes. Eso, no obstante, no pareció
molestar para nada al hombre diminuto, que se concentró en la sala que podía
verse a través de uno de los vidrios. En ella resaltaba una larga mesa de
tapete verde rodeada de sillas de estilo victoriano que, como lo habían estado
las otras veces en que las había mirado, continuaban vacías.
–¡Maldición! –masculló el
hombrecillo y resopló impaciente–. Deberían haberse reunido hace rato.
Hacía tanto calor que a pesar de
la brisa la frente se le había cubierto de nuevo de sudor, y cuando movió la
cabeza a los lados, como consternado, las gotas le corrieron por las mejillas.
Pero como si lo hubieran escuchado, cuando estaba a punto de levantar la vista
de la mirilla de su fusil, la puerta color caoba de la pared del fondo de la
sala se abrió y por ella entraron a la sala una decena de hombres bien vestidos
y de rostros sonrosados.
La comitiva iba presidida por un
hombre, se diría que de bastantes años por su pelo blanco aun si no se le
notaba tanto la edad por la piel lisa de su rasurado rostro. El resto de los
individuos se turnaban para decirle algo, y le mostraban sus cuadernos
electrónicos, salvo por dos de ellos, que lo seguían con sus rostros
inmutables. La sala era enorme incluso cuando en un primer momento no lo
parecía, y los hombres demoraron un poco en llegar hasta uno de los extremos de
la larga mesa. Pero cuando lo hicieron, el hombre de pelo blanco pronunció unas
palabras, dando a la vez indicaciones con las manos, y los que lo seguían, otra
vez salvo por los dos hombres de rostro serio, corrieron a las sillas y se
acomodaron.
–Esta vez sí te tengo –masculló
el hombre diminuto cuando el hombre de pelo blanco se sentó a su vez, y
rastrilló su arma para luego enfocar la mira en la cabeza indefensa.
Desde la posición en donde estaba
situado sólo podía ver una parte del rostro de la víctima, con el resto oculto
por el alto respaldo de material sintético negro de la silla rotatoria. La sala no estaba en una posición
permendicular y, a pesar de estar en los últimos pisos, también la veía en
picado. El dedo índice de su derecha le hizo una delicada caricia al gatillo de
su rifle mientras el individuo se volvía hacia uno de los hombres que se habían
quedado de pie a sus espaldas, uno a cada uno de sus costados. Eso sacó la
cabeza de la mira por completo, reemplazándola del todo por el respaldo de la
silla, y decidió esperar por un instante. El interpelado se inclinó para
escuchar lo que le decían y, luego de asentir, y de hacer una respetuosa
reverencia, se dirigió hacia otra mesita más pequeña que estaba contra la pared
del fondo seguido por la mirada de los otros.
El hombre de pelo blanco
permanecíó oculto por su asiento sin saber que eso era lo que prolongaba su
vida, al menos por unos minutos. Pero pronto el hombre diminuto se percató de
lo que le había pedido a uno de sus guardaespaldas, cuando las cortinas
comenzaron a deslizarse suavemente. Por lo visto los últimos rayos del sol
poniente, o el resplandor que provocaban en las nubes grisáseas, le resultaban
molestos por darle en la cara.
–¡Maldición! –masculló el hombre
diminuto y titubeó por un instante.
Esa oportunidad única podría no
repetirse en meses, y no podía darse el lujo de perderla. Por otro lado, si
fallaba en esa ocasión, la siguiente sería más complicada, si es que había una
siguiente. Las cortinas avanzaban lentamente, cubriendolo todo con su gruesa
tela marrón oscuro, y en el rostro del hombre diminuto se esbozó una sonrisa,
como si de pronto la situación le resultara graciosa. De todas maneras, si se
venía a ver debía dar gracias porque en ese edificio todavía se usaran cortinas
en lugar de oscurecer los vidrios. Eso le daba por lo menos un chance y no iba
a desaprovecharlo.
Todo sucedió rápidamente. Las
pupilas de los ojos verdes se estrecharon hasta no ser más que unos puntitos
negros en medio de la selva, la mente calculó la posición de la víctima del
otro lado del respaldo, y el dedo índice presionó el gatillo. El estampido no
sóno mucho, poco más que un silbido, pero en la sala de reuniones una nubecilla
de polvo se despendió del respaldo del asiento del hombre de cabello blanco, y
la aguda visión del hombrecillo pudo ver a través de la mira que estaba teñido
de rojo.
–¡Listo! –exclamó el hombrecillo
y se puso de pie de un salto, como si su enorme fusil no le pesara, sin prestar
atención a las miradas atonitas en los rostros de los hombres de la sala.
Por un momento estuvo de pie encima
del depósito, como si no le preocupara que lo vieran, con el fusil sobre un
hombro. Estaba claro que se sentía satisfecho. Pero luego caminó hasta un borde
de la construcción y miró hacia abajo.
En la base del depósito en donde
estaba lo esperaba una maleta de herramientas, y se deslizó por la escalera,
oxidada y de unas dimensiones que parecía hecha por seres gigantes, para
seguidamente ponerse a desarmar su fusil con calma, sentado en el suelo con las
piernas cruzadas, a medida que las tinieblas comenzaban a cubrirlo todo.
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