El escudo de Dios
por Daniel Pérez Dorta
Prefacio
La
noche transcurría calmada y cálida en ese verano, quizás demasiado cálida y
engañosamente calmada para los débiles sentidos humanos.
Por
el lejano horizonte, hacía bastante que había salido una redondeada luna llena,
primero escarlata como hecha de sangre, y después cada vez más blanca a medida
que se elevaba por la bóveda estrellada como lo haría un Fénix envuelto en
llamas, por lo que en ese momento podía verse como sobresalía por entre unas ralas
nubecillas, cual un plato de leche, iluminando el suelo con su suave luz
celestial mientras que en la mundana superficie, en el ensanchamiento de una
carretera que había en la cima a manera de meseta de una poco empinada colina
cubierta de bosques y maleza, desde donde podían verse las luces de la ciudad
cercana, permanecía un solitario coche estacionado.
El
coche era un Mustang naranja descapotable que estaba a oscuras, pero a la luz
de la luna podía verse como una pareja de jóvenes se hacían caricias recostados
en el capó, ocultos de los ojos indiscretos por la penumbra que los rodeaba,
sin siquiera imaginarse que desde las negras alturas unos grandes y luminosos
ojos rojos hacía rato que la observaba, viendo sus cuerpos fulgurando con una
tenue luz, rosada una y violácea el otro.
La
muchacha era de baja estatura y complexión ligeramente robusta, su corto
cabello de color zanahoria, peinado como lo usan los jovencitos, semejaba una
pradera durante la caída de la tarde, cuando los rayos oblicuos del sol
poniente tiñen la hierba reseca con su encendida pintura encarnada, y combinaba
con su minivestido rojo, contrastando bastante con sus ojos verdes y con la
suave piel que cubría su cuerpo, podría decirse que bastante pálida.
Por
su parte, su compañero era de estatura elevada y cuerpo musculoso de piel
oscura. Estaba cubierto con ropas de cuero sintético negro y la chaqueta que
usaba reflejaba la luz que incidía sobre ella como si fuera metálica, puede que
por los múltiples broches de ese brillante material que la cubrían, que se
podían ver centelleando como si fueran de plata con cada movimiento que el
chico hacía sobando los generosos muslos que su compañera le ofrecía sin
recato, a la vez que los pintados labios besaban los suyos y los torneados
brazos lo envolvían, como si no pudieran soportar la simple idea de que se le
escapara.
La
criatura de ojos rojos pasó unos minutos más volando en círculos por encima de
la pareja sin que dejara de observarla, pero después comenzó a descender
lentamente de las alturas. La luz de la luna no parecía reflejarse en su piel grisácea,
que estaba recubierta de pelos, y el zumbido de las grandes alas, membranosas
como las de un murciélago, que nacían en sus poderosas espaldas, quedaba casi
opacado por el constante susurro de los insectos. Por eso era prácticamente
invisible a los sentidos y pronto se posó suavemente sobre la carretera, como
si no pesara, no lejos de donde la pareja estaba en lo suyo, luego de lo que
recogió sus membranas y, sin que los jóvenes notaran nada, se movió hacia
ellos. De la parte inferior de su espalda partía una cola que se meneó de un
lado a otro, como la de un gato acechando una presa, con la diferencia de que
esta estaba provista de filosa saeta ósea.
La
deseosa jovencita dejó que su compañero la depositara en el capó del coche y se
abrió de piernas cuando éste le indicó con sus manos que lo hiciera, mostrando
más sus muslos, que quedaban a la vista del todo con el corto minivestido que se
le levantaba. Las bragas negras que llevaba puestas se mostraron durante un
momento, hasta que quedaron cubiertas por el corpulento muchacho de negras
vestiduras, que se coló entre ellos sin que sus sedientos labios se separaran
un instante de los de su pareja. Y por eso seguro no notó como la luz de la
luna iba desapareciendo a medida que la sombra de la enorme bestia se movía a
sus espaldas.
La
pelirroja gimió encantada con lo que le hacían y envolvió con más fuerza el
cuello de su chico, y la pelvis con sus piernas. El cuerpo menudo no tardó en restregarse
contra la cálida pareja. Pero sus ojos, que se habían mantenido entrecerrados,
se pusieron redondos cuando se posaron en la criatura que se detuvo delante de ella,
y su cabeza se movió a los lados negando la presencia, como si con sólo eso se
pudiera lograr que desapareciera.
–Espera
un poco, sólo un poco –murmuró cerrando sus ojos como para no ver lo que
sucedía.
Pero
por lo visto el monstruo nocturno no estaba dispuesto a complacerla, y cogió a
su muchacho con una de sus manos, provistas de garras como sus patas. El cuerpo
del chico debía ser pesado si se consideraba su corpulencia, no obstante, para
la bestia era como una brizna de heno y lo levantó en compañía de la muchacha.
Por lo visto la pelirroja no estaba dispuesta a soltarlo así perdiera la vida y
sólo lo hizo cuando el desgraciado lanzó un grito desesperado y se mostró en su
verdadera forma, momento en que cayó sobre el capó del Mustang y miró con
horror lo que pasaba.
–¡No…!
–gritó la chica a su vez, jadeante, desde encima del capó donde había caído, y
los ojos rojos que habían estado mirando su presa, un demonio menor que con sus
músculos había destrozado su propia ropa sin poder librarse de la mano que lo
sujetaba a pesar de sus intentos y de la amenaza de sus filosos colmillos, se
posaron sobre ella, permitiéndole ver como en sus pupilas estaba delineada una
estrella amarilla de seis puntas–. ¿Por qué siempre me haces lo mismo, Morlian?
¿Es que no podías esperar un ratito? –preguntó visiblemente molesta la muchacha,
y se cruzó de brazos en señal de protesta.
Delante
de ella permanecía la poderosa bestia, cuyo cuerpo insistía en confundirse con
la oscuridad de la noche como si su peluda piel absorbiera la tenue luz que lo
iluminaba, con sus grandes alas membranosas recogidas a sus espaldas. En su
rostro, digno de una gárgola con puntiagudas orejas, pero provisto con unos retorcidos
cuernos que partían de su frente, refulgieron sus ojos mirando a la muchacha de
un modo que hicieron que ésta se recogiera dominada por el miedo y se recostara
en el parabrisas.
Sin
embargo, no sucedió nada y la amenazante luz de los ojos volvió lentamente a
hacerse más débil a la vez que la criatura resoplaba ruidosamente y volvía a
mirar a su presa.
–¿No
ves que iba a morderte, Emerald? Y sabes que muero de hambre, en este plano
repleto de humanos no hay muchos de estos que pueda comerme. Los guardianes
hacen demasiado bien su trabajo –musitó lentamente el monstruo con una voz
profunda como una caverna y miró con deseos no contenidos lo que su poderosa
mano cogía.
El
demonio menor no se conformaba con su suerte y continuaba retorciéndose,
lanzando chillidos, como si no hubiera perdido a pesar de los inconmovibles
hechos que demostraban lo contrario, su vana esperanza de desprenderse de su
captor y salir indemne de su desafortunado encuentro.
“¿Es
que el amo no se da cuenta de que su justificación es estúpida?”, pensó Emerald
y sus ojos se fueron redondeando como si estuviera llena de asombro.
No
obstante, lo disimuló lo mejor que pudo, porque era cierto que el Devorador
tenía hambre y sabía que el dulce olor de su propia sangre podría hacer que
cometiera una locura. Y no lo podía culpar pues para eso Dios lo había creado,
Morlian no era dueño de su destino.
–¿Y
eso qué, amo? Una pequeña mordidita no puede hacerme daño, recuerda que soy una
diablesa... En cambio, si sigo de esta manera voy a morirme de insatisfacción. Para
nosotras, las súcubos, es necesario por lo menos un poco de “eso” con
frecuencia, porque para eso nos crearon –musitó la pelirroja y se mostró cual
era, bastante parecida a una humana pero con una larga y delgada cola de punta
felpuda, que se le salió por debajo de su minifalda, y unos pequeños cuernos escarlatas
que partían de la parte delantera de su pequeña cabeza de hermosos rasgos.
El
monstruo miró nuevamente a la diablesa, esta vez con el rostro entristecido, pero
despertó de su ensimismamiento y oteó el cielo nocturno logrando que ésta se
pusiera en cuatro patas sobre el capó y se quedara mirándolo interesada, con el
rostro preocupado y retorciendo su empinada colita como si fuera una gata.
–¿No
me diga que están cerca, amo? ¿Es que seguirán con la búsqueda incluso entre
los humanos?
–Están
cerca, Emerald… Debemos irnos o deberé deshacerme de ellos –dijo Morlian
posando sus ojos sobre ella y su mano izquierda se movió de un modo que la
cabeza del demonio que con ella sujetaba, que continuaba chillando sin que
nadie le hiciera caso, se desprendió de su cuerpo como un corcho de una
botella, para caer en la carretera.
Por
el cuello del demonio no demoró en salir un surtidor de pestilente sangre que
Morlian bebió como si se tratara de un manjar exquisito. En cambio la diablesa hizo
una mueca con su rostro y pareció estar a punto de devolver lo que había comido,
no se sabe si por lo que su amo hacía o por lo que había dicho.
–Bueno,
eso no sería mala idea –murmuró Emerald y se volvió levemente hacia la
floresta, con su cuerpo sacudido por un estremecimiento repentino.
Por
su mente volvió a pasar la idea de que, en aquella ocasión, la victima podría
haber sido ella. Nunca se sabía con esa bestia que no dejaba de estar
hambrienta. Pero el monstruo no demoró mucho hasta dejar seco el cuerpo y no se
detuvo en devorarlo, sino que lo lanzó a la linde del bosque cercano. Por eso
la diablesa hubo de poner su atención en lo que hacía su amo.
Morlian
oteó una vez más su entorno después de su pequeño refrigerio, levantando la
cabeza hacia la oscura bóveda llena de estrellas y relamiéndose con su doble
lengua. No lo hizo por mucho, no obstante, y le extendió a Emerald su brazo
izquierdo con las estrellas de seis puntas posadas en ella.
La
diablesa titubeó por un instante, y después saltó como una pantera, trepando por
el brazo, hasta que estuvo encima del hombro, muy cerca de una de las grandes
alas.
Entonces
se sujetó de la espesa y grisácea pelambre que se hacía más profusa en esa
parte cercana a donde estaba situado el cuello, y esperó a que Morlian
despegara.
–Esta
vez vienen dos de esos lobeznos guardianes… –dijo Morlian con su voz cavernosa
y dio unos pasos–. Es una lástima que no sean demonios –manifestó luego y
extendió sus inmensas membranas para después separarse del suelo, dando un
poderoso impulso a sus patas mientras que se propulsaba con las alas, un impulso
tan fuerte que esta vez destrozó la carretera en donde hasta ese momento se
apoyaba haciendo que el Mustang saltara en su sitio cual un juguete.
El
monstruo nocturno se elevó en el cielo con sus silenciosas brazadas, sin demasiado
esfuerzo, y desapareció en la negrura de donde había salido justo en el mismo momento
en que, desde el bosque, saltaban a la carretera dos grises y enormes lobos,
cada uno mayor que una vaca, que otearon su entorno como lo había hecho éste.
Los
lobos dieron unos pasos cautelosos sin la
protección de la espesura, mirándolo todo, hasta que sus ojos de un verde
fosforescente se posaron en el coche que continuaba solitario, cerca del que
estaba la cabeza del demonio con sus crispadas facciones, y los fragmentos del
asfalto que habían saltado en pedazos.
–Parece
que la criatura estuvo comiendo hace poco, no debe encontrarse lejos –dijo uno
de los lobos volviendo su cabeza hacia su compañero y oteó ruidosamente los
alrededores.
–No
importa, Rufus. De igual modo debemos esperar a que llegue Zoter, nosotros no
podremos detenerlo solos –dijo el otro lobo, viendo como su compañero se movía
con su hocico en el suelo, y volvió a quedarse mirando hacia donde estaba, con
una goma hundida en una grieta, estacionado el Mustang.
–Es
cierto… Pero ya llevamos demasiado persiguiendo a la criatura y puede que ni
siquiera Zoter pueda devolverla a los infiernos… ya viste los destrozos que nos
causó cuando escapó usando la puerta, Bezel.
Rufus
hablaba caminando hacia donde se había parado hacía un momento Morlian, y
cuando llegó dio varias vueltas con su hocico pegado en la calle hasta que se
topó con la cabeza e hizo una mueca, mostrando sus colmillos y levantando la
suya de la carretera.
–Y
por lo visto los demonios del príncipe también lo buscan, o será pura
casualidad que siempre nos topemos con sus cadáveres… –musitó Rufus dubitativo
y le dio un golpe a la cabeza cercenada con una de sus patas, haciendo que
rodara hasta los pies del otro lobo–. Es posible que sea cierto que es
peligroso para ellos, como dice la leyenda.
Bezel
miró a Rufus con ira en sus ojos, como siempre que se ponían en duda los
poderes de Zoter, pero logró controlarse y su voz sonó más calmada de lo que
debería.
–No
es nuestro problema, Rufus. Nosotros somos guardianes y no podemos dejar que
esa bestia demoniaca esté suelta en el plano humano. Es nuestro enemigo como todos
los demonios y debemos detenerla.
El
cambio de humor de Bezel no pasó desapercibido a Rufus, pero no pronunció una
palabra y miró a la luna sin imaginarse que desde lejos, oculta en el cielo
nocturno, Emerald miraba lo que hacía a espaldas de Morlian, que volaba a su
guarida.
La
pequeña diablesa pelirroja se preguntaba a qué se debería esa obstinación de
sus perseguidores, que parecían pequeñas e insignificantes hormiguitas debido a
la creciente distancia que los separaba. En la oscura guarida los esperaba
Zemphire y la niña con quien Morlian se había encaprichado, y Emerald frunció
su ceño como cada vez que la recordaba.
“Hmmm,
quizás si no fuera por esa… criatura, ya Morlian se hubiera librado de esos
malditos guardianes, como lo hizo durante la noche en que pasamos por la
puerta”, pensó viendo como los lobos daban vueltas una vez más cerca del
Mustang, y se sonrió con sus ojos verdes refulgiendo en la penumbra.
Había
pasado poco tiempo desde los sucesos que la habían llevado a donde estaba, y no
sabía por qué le parecía que eso había sucedido hacía siglos.
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