Muerte en la mansión Usher: Historia
de un fantasma
por Steve Campbell.
Todo
estaba dispuesto, la parafernalia habitual de un rito de esa naturaleza. Era
una habitación de techo elevado y umbroso, y estábamos ahí porque, según la
vieja, era el lugar de mayor confluencia de corrientes espirituales. Es decir,
donde podíamos establecer un contacto con facilidad. La densa penumbra inicial
se había disipado parcialmente, y ahora tan solo había una luz mortecina
proveniente de las velas. Estas estaban dispuestas sobre las cinco puntas de un
pentagrama que el hombre gordo había dibujado con tiza en el suelo polvoriento,
enmarcándolo dentro en un círculo perfecto.
Después
de haber colocado la cámara de video sobre un trípode, apuntando hacia la
puerta que conducía a lugares más apartados y tenebrosos de aquella colosal
mansión, me uní a mis dos acompañantes sobre el pentagrama. Ahí se suponía que
estaríamos seguros. ¡Diablos, si yo ni siquiera creía que aquel ritual lanzara
alguna luz! La verdad es que no creía ni en el espíritu de mi abuela. Después
sería otra historia, pero en ese momento no estaba seguro de lo que hacía. Así
que me deje llevar. Me senté y esperé las primeras instrucciones de la vieja
médium.
Hizo
que no diéramos las manos. Luego cerró los ojos y empezó a farfullar algo
inentendible. Al principio pensé que se trataba del latín, pero estaba
equivocado. Era una lengua muy primitiva, tal vez proveniente de lejanos eones;
y a medida que la mascullaba empezaron a suceder cosas..
Lo
único que yo sabía era que diez años atrás habían encontrado los cuerpos de dos
hombres en ese mismo lugar, el cual había sido un hotel durante muchos años
antes ser abandonado. En ese momento lo primero que percibí fue una suave
corriente de aire que venía desde los recovecos más alejados de aquella
mansión. Luego sucedieron cosas que no recuerdo con claridad, pero sí sé que el
espíritu de uno de los hombres que habían muerto en ese lugar nos contactó y
nos contó su historia, la cual me limito a transcribir aquí, tal y como la
recuerdo:
–Mira,
ese es el hotel –dijo la hueca voz de David, señalando una silueta negra en la
oscuridad del diluvio.
El
destartalado coche, del cual yo era el avergonzado propietario, acababa de vencer
una inclinada pendiente, después de casi media hora de constante rechinar y
ahogos de motor, como si se tratara de un energúmeno. No sé de qué manera el
humo se las había arreglado, pero lo cierto era que el aire, dentro del coche,
se estaba volviendo irrespirable, fundiéndose cada vez más con la pululante
negrura. Pensé que sí el monóxido de carbono me dejaba inconsciente de pronto,
tendríamos un lindo recorrido con el fondo del abismo como destino final.
Justo
en el momento en que mi amigo señalaba la gigantesca silueta de bordes
imprecisos, un relámpago la iluminó; y pude ver la monstruosidad de aquella
antigua edificación de corte victoriano.
–Creo
que para pasar la noche está bien –dije sin mucha convicción–. Pero parece que
hubo un fallo de energía.
–Con
este tiempo era de esperar –dijo mi amigo.
Y el
violento zarandeo de los árboles que bordeaban la carretera subrayó lo dicho.
–¡Maldita
tormenta! –increpé, afianzando mis manos al volante.
Me
concentré de nuevo en la carretera que, empapada y llena de cuarteaduras,
parecía un camino al fin del mundo.
–Pero
no te preocupes, –me tranquilizo David con sarcasmo, y me lo imaginé enseñando
la blancura de sus dientes en la complicidad de la noche mientras hablaba–
aquella vez apagué la luz antes de acostarme y te aseguro que no había ningún
fantasma en la oscuridad… o al menos que yo sepa.
No
me molesté en defenderme, y un instante después entraba en la carretera que se
desviaba hacía el hotel. Estacioné en un desolado parqueo, lo más cerca que pude
de la entrada al vestíbulo y antes de apearnos, nos armamos con sendos
paraguas, porque después de todo, había un buen trecho hasta la entrada
del hotel.
Una
vez en el vestíbulo cerramos los paraguas, dándonos cuenta de que nadie estaba
ahí para darnos la bienvenida.
Una
solitaria lámpara de recarga, que colgaba de la pared, alumbraba lánguidamente
el recibidor. Parecía luchar a muerte con la oscuridad, a la cual casi podíamos
oír exhalar un hálito gélido como de muerte.
Los
pelos de la nuca se me erizaron, como si de pronto me hubiese convertido en un
animal salvaje que se dejara llevar por sus primitivos instintos. Ese animal
acababa de despertar; y en algún lugar remoto de mi subconsciente advertía de
un peligro inexorable.
A
punto estaba de gritar sí había alguien en todo aquel escalofriante lugar, cuando
llegó, por entre la oscura oquedad de una puerta, un individuo vestido de
blanco. Su entrada fue como la de una aparición; era como si levitara. David y
yo nos quedamos embalsamados durante unos perturbadores segundos, viéndolo y,
luego, oyéndolo hablar.
–¡Sean
bienvenidos a La Casa Usher! –dijo en un tono que intentaba ser orgulloso, pero
su voz salió trémula; algo muy propio de una persona nerviosa.
–¡Cielo
santo! –exclamé–. Es el mismo nombre de la casa del cuento de Poe.
–Ese
es el nombre que le puso su antiguo dueño –dijo el hostelero con el ceño
fruncido. Esta vez con voz de barítono.
–Era
un tipo bastante macabro –dijo David con ironía.
–No,
no –se apresuró a decir hostelero, gesticulando–. Era un hombre muy respetado
por su caridad.
Yo
hice un gesto con las manos para tranquilizarlo, y el hombre aparentó calmarse.
–Me
imagino que estén exhaustos –dijo–. Hay muchas habitaciones vacantes.
–¿Cuantos
huéspedes hay? –pregunté, haciendo una valoración mental de aquel caserón,…y no
muy buena, por cierto. En ese mismo instante se me ocurrió que el hombre podía
llamarse, perfectamente, Roderick Usher.
–Ustedes
son los primeros de la temporada –dijo, avergonzado.
–¿Y
la electricidad? –inquirió David en tono petulante.
–¡Esta
tormenta…! –gruñó–. Hace más de tres hora que llamé a los de la compañía
eléctrica. Les dije que empezaba la temporada alta, que llegaban los primeros
turistas, pero no les importó… Tengo cincuenta habitaciones disponibles –dijo,
de pronto efusivo–. Pueden escoger las que les plazca.
–¡Magnífico!
–¿Desean
cenar? En el comedor tengo una mesa alumbrada.
–Muchas
gracias, pero no –dije.
–Yo
tampoco tengo hambre –dijo David cansinamente–. Denos habitaciones que no estén
tan alejadas de aquí.
–Todas
están en el segundo piso.
–Sí,
ya lo sé. Pero que no estén tan alejadas de la escalera, por favor.
–Es
que David le teme a los fantasmas –dije al hostelero.
David
me hizo un mohín.
–¡Fantasmas!
–replicó el hostelero, sobresaltado–. ¡Aquí no hay fantasmas! –agregó.
La
tormenta protestó desde afuera, lanzando centellas.
–Solo
bromeaba. ¿Por qué no nos conduces a nuestros aposentos? –dije levemente
irritado.
–¿Qué…?
Ah sí, sí… Enseguida –dijo con un hilo de voz y con un movimiento mecánico nos
invitó a seguirlo.
–¿No
nos apuntarás en el libro?
–No
hace falta –respondió lacónicamente.
Yo y
mi amigo nos encogimos de hombros y lo seguimos en silencio. El camino estaba a
oscuras, pero nos guiamos por la ropa blanca del hostelero, quien parecía
conocer cada palmo de aquella colosal mansión.
Después
de cruzar una amplísima sala, que me diera la impresión de una gigantesca cueva
de tiempos inmemoriales, subimos por una ancha escalera que se abría en abanico
en la primera planta, y nos encontramos en la sólida oscuridad de otro pasillo.
El hombrecillo torció a la izquierda y se detuvo diez pasos más adelante. Metió
una mano en el bolsillo de su pantalón y extrajo una llave de vástago. Acto
seguido la introdujo en la redonda cerradura de una puerta.
–Esta
es la habitación número doce –dijo y se dispuso a girar la llave, pero se paró
para añadir: Tiene vista al bosque.
–¡Buen
detalle! –exclamó David con sorna. Es mía.
El
hostelero abrió la puerta.
–En
la mesita de noche hay una vela y una caja de cerrillas –informó solícitamente.
David
entró en la habitación y, cuando el hostelero y yo nos disponíamos a continuar
hacía el aposento contiguo, me dijo, asomando la cabeza:
–Si
pasa algo grita fuerte para que pueda oírte –luego cerró la puerta,
carcajeándose.
Al
hostelero aquello no le produjo ningún tipo de gracia; hizo un gesto de
desesperación con las manos y continuó su camino a largos pasos. Por mi parte,
el comentario solo había logrado arrancarme una carcajada. En la próxima puerta
extrajo otra llave de vástago y la abrió.
–Que
pase una buena noche –dijo con ligero desdén, antes de giraren redondo e irse.
Cuando
la oscuridad se lo hubo tragado por completo, extinguiéndose lo albo de su
ropa, entré a mi habitación, donde la luz lánguida de una vela que ardía sobre
la mesita de noche, hacía bailar extrañas sombras en las paredes. De inmediato
mi imaginación empezó a crear imágenes tan terribles como absurdas.
Mientras
tanto, la tormenta estaba en su momento de más violencia. Los relámpagos
alumbraban la habitación en tétricas intermitencias, y las robustas gotas de
lluvia tableteaban con fuerza en los cristales de las ventanas y de la puerta
del balcón. Cerré la puerta a mi espalda y de inmediato sentí un gran ensueño,
como si me hubieran suministrado un somnífero. Di algunos pasos hacia delante y
me dejé caer en la cama, que me recibió con un suave y agradable chirrido.
Menos de un minuto después estaba rendido como un lirón.
A la
mañana siguiente me desperté con un cálido rayo de sol en el rostro. Me sentía
recuperado. Me di cuenta de que había dormido con toda la ropa puesta, incluso
con los zapatos. Me levanté, y vi el suelo de la habitación empapado, la puerta
del balcón abierta y la vela trasmutada en un sólido charco de cera sobre su
palmatoria de plata. Y, para mayor
asombro y turbación de mi parte, la puerta de la habitación estaba levemente
abierta, solo separada del marco por una estrecha rendija.
Me
sentí indignado y rápidamente salí de la habitación para pedirle explicación al
hostelero por lo que había ocurrido.
Salí
al pasillo, que estaba tan oscuro como la noche anterior, y mi cavidad nasal se
saturó de un desagradable hedor a humedad, como si una docena de perros mojados
se pasearan en la complicidad de la oscuridad. Traté de orientarme en la
dirección correcta, después de salir de un ligero aturdimiento, que no había
sido más que una reacción instintiva a algo que no logro explicar aún. Un
vértigo pasajero movió mi cabeza y eché andar.
Diez pasos más adelante, que tuve el cuidado de contar como un párvulo,
me detuve. Alargué un puño cerrado hasta dar con la puerta de la habitación de
David y la golpeé insistente, pero inútilmente. En cambio, obtuve como
respuesta los ecos de mi propia llamada. Pensé que aún estaría durmiendo o que
ya se había despertado y había bajado a desayunar; así que seguí mi camino
hasta el vestíbulo, donde esperaba encontrar a mi excitable amigo el hostelero.
A medida que avanzaba me invadía un sentimiento de sombría desolación, propio
de lugares abandonados a su suerte, como lo son los pueblos o las ciudades
fantasmas.
Una
vez en el vestíbulo la panorámica no fue diferente. Este, alumbrado por la luz
diurna, se mostraba desvencijado, como si no hubiera sido beneficiado por
restauración alguna desde hacía mucho tiempo. El suelo marmolado estaba mohoso
y cubierto por una reciente capa de agujas de pino, que a su vez cubría otra
aún más antigua. El mostrador estaba en situación similar, y el timbre, que con
tanta gracia había tocado quien sea que nos hubiera recibido la noche anterior,
estaba herrumbroso e inservible.
Mientras
iba viendo todo aquello, mi corazón se aceleraba más y más, como una máquina de
vapor que estuviera a punto de llegar al máximo de su rendimiento y estallar.
Di una violenta exhalación de animal acorralado y eché a correr de vuelta
arriba. Subí la escalera como un poseso, incapaz de pensar, pero a la vez con
una única pregunta en la cabeza, adherida a mi mente como con pegamento: ¿Dónde
diablos esta la broma?
Al
llegar a la puerta de mi habitación, me detuve para recuperar el aliento.
Jadeaba trémulamente. Coloqué suavemente la mano en el frío picaporte y poco a
poco, como desactivando un explosivo, lo fui girando. El avance había sido
milimétrico, pero finalmente sentí un clic metálico, y abrí la puerta de un
empujón.
Lo
que vi fue tan espantoso que tuve que meterme el puño en la boca y morderme los
nudillos en un intento desesperado para no gritar. En la cama, donde yo había
descansado placenteramente, yacía el cuerpo en descomposición de un hombre. Su
piel se había convertido en una masa putrefacta de color azuloso. Por las
vacías cuencas de sus ojos y por su boca sin labios reptaban gusanos de un
horrible color amarillento. Se embrollaban y reptaban sobre los dientes o caían
sobre las manchadas sabanas, de donde buscaban un lugar por entre las costillas
para acceder a las entrañas del hombre.
A
David lo encontré tiempo después. Estaba colgando de una cuerda de la lámpara
de araña de su habitación. Su cuerpo consumido por un tiempo que me era
imposible suponer parecía el de una momia de cinco mil años o más. La mueca de
su rostro se había conservado tan bien que era como observarlo en el mismo
instante de su muerte. Casi lo podía oír gritando de miedo mientras se asfixiaba.
Lo
que sí nunca sabré es cómo morí yo. Simplemente, no logro recordarlo.
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