viernes, 16 de septiembre de 2016

Muerte en la mansión Usher: Historia de un fantasma



Muerte en la mansión Usher: Historia de un fantasma
por Steve Campbell.



Todo estaba dispuesto, la parafernalia habitual de un rito de esa naturaleza. Era una habitación de techo elevado y umbroso, y estábamos ahí porque, según la vieja, era el lugar de mayor confluencia de corrientes espirituales. Es decir, donde podíamos establecer un contacto con facilidad. La densa penumbra inicial se había disipado parcialmente, y ahora tan solo había una luz mortecina proveniente de las velas. Estas estaban dispuestas sobre las cinco puntas de un pentagrama que el hombre gordo había dibujado con tiza en el suelo polvoriento, enmarcándolo dentro en un círculo perfecto.

Después de haber colocado la cámara de video sobre un trípode, apuntando hacia la puerta que conducía a lugares más apartados y tenebrosos de aquella colosal mansión, me uní a mis dos acompañantes sobre el pentagrama. Ahí se suponía que estaríamos seguros. ¡Diablos, si yo ni siquiera creía que aquel ritual lanzara alguna luz! La verdad es que no creía ni en el espíritu de mi abuela. Después sería otra historia, pero en ese momento no estaba seguro de lo que hacía. Así que me deje llevar. Me senté y esperé las primeras instrucciones de la vieja médium.

Hizo que no diéramos las manos. Luego cerró los ojos y empezó a farfullar algo inentendible. Al principio pensé que se trataba del latín, pero estaba equivocado. Era una lengua muy primitiva, tal vez proveniente de lejanos eones; y a medida que la mascullaba empezaron a suceder cosas..

Lo único que yo sabía era que diez años atrás habían encontrado los cuerpos de dos hombres en ese mismo lugar, el cual había sido un hotel durante muchos años antes ser abandonado. En ese momento lo primero que percibí fue una suave corriente de aire que venía desde los recovecos más alejados de aquella mansión. Luego sucedieron cosas que no recuerdo con claridad, pero sí sé que el espíritu de uno de los hombres que habían muerto en ese lugar nos contactó y nos contó su historia, la cual me limito a transcribir aquí, tal y como la recuerdo:

–Mira, ese es el hotel –dijo la hueca voz de David, señalando una silueta negra en la oscuridad del diluvio.

El destartalado coche, del cual yo era el avergonzado propietario, acababa de vencer una inclinada pendiente, después de casi media hora de constante rechinar y ahogos de motor, como si se tratara de un energúmeno. No sé de qué manera el humo se las había arreglado, pero lo cierto era que el aire, dentro del coche, se estaba volviendo irrespirable, fundiéndose cada vez más con la pululante negrura. Pensé que sí el monóxido de carbono me dejaba inconsciente de pronto, tendríamos un lindo recorrido con el fondo del abismo como destino final.

Justo en el momento en que mi amigo señalaba la gigantesca silueta de bordes imprecisos, un relámpago la iluminó; y pude ver la monstruosidad de aquella antigua edificación de corte victoriano.

–Creo que para pasar la noche está bien –dije sin mucha convicción–. Pero parece que hubo un fallo de energía.

–Con este tiempo era de esperar –dijo mi amigo.

Y el violento zarandeo de los árboles que bordeaban la carretera subrayó lo dicho.

–¡Maldita tormenta! –increpé, afianzando mis manos al volante.

Me concentré de nuevo en la carretera que, empapada y llena de cuarteaduras, parecía un camino al fin del mundo.

–Pero no te preocupes, –me tranquilizo David con sarcasmo, y me lo imaginé enseñando la blancura de sus dientes en la complicidad de la noche mientras hablaba– aquella vez apagué la luz antes de acostarme y te aseguro que no había ningún fantasma en la oscuridad… o al menos que yo sepa.

No me molesté en defenderme, y un instante después entraba en la carretera que se desviaba hacía el hotel. Estacioné en un desolado parqueo, lo más cerca que pude de la entrada al vestíbulo y antes de apearnos, nos armamos con sendos paraguas, porque después de todo, había un buen trecho hasta la entrada del  hotel.

Una vez en el vestíbulo cerramos los paraguas, dándonos cuenta de que nadie estaba ahí para darnos la bienvenida.

Una solitaria lámpara de recarga, que colgaba de la pared, alumbraba lánguidamente el recibidor. Parecía luchar a muerte con la oscuridad, a la cual casi podíamos oír exhalar un hálito gélido como de muerte.

Los pelos de la nuca se me erizaron, como si de pronto me hubiese convertido en un animal salvaje que se dejara llevar por sus primitivos instintos. Ese animal acababa de despertar; y en algún lugar remoto de mi subconsciente advertía de un peligro inexorable.

A punto estaba de gritar sí había alguien en todo aquel escalofriante lugar, cuando llegó, por entre la oscura oquedad de una puerta, un individuo vestido de blanco. Su entrada fue como la de una aparición; era como si levitara. David y yo nos quedamos embalsamados durante unos perturbadores segundos, viéndolo y, luego, oyéndolo hablar.

–¡Sean bienvenidos a La Casa Usher! –dijo en un tono que intentaba ser orgulloso, pero su voz salió trémula; algo muy propio de una persona nerviosa.

–¡Cielo santo! –exclamé–. Es el mismo nombre de la casa del cuento de Poe.

–Ese es el nombre que le puso su antiguo dueño –dijo el hostelero con el ceño fruncido. Esta vez con voz de barítono.

–Era un tipo bastante macabro –dijo David con ironía.

–No, no –se apresuró a decir hostelero, gesticulando–. Era un hombre muy respetado por su caridad.

Yo hice un gesto con las manos para tranquilizarlo, y el hombre aparentó calmarse.

–Me imagino que estén exhaustos –dijo–. Hay muchas habitaciones vacantes.

–¿Cuantos huéspedes hay? –pregunté, haciendo una valoración mental de aquel caserón,…y no muy buena, por cierto. En ese mismo instante se me ocurrió que el hombre podía llamarse, perfectamente, Roderick Usher.

–Ustedes son los primeros de la temporada –dijo, avergonzado.

–¿Y la electricidad? –inquirió David en tono petulante.

–¡Esta tormenta…! –gruñó–. Hace más de tres hora que llamé a los de la compañía eléctrica. Les dije que empezaba la temporada alta, que llegaban los primeros turistas, pero no les importó… Tengo cincuenta habitaciones disponibles –dijo, de pronto efusivo–. Pueden escoger las que les plazca.

–¡Magnífico!

–¿Desean cenar? En el comedor tengo una mesa alumbrada.

–Muchas gracias, pero no –dije.

–Yo tampoco tengo hambre –dijo David cansinamente–. Denos habitaciones que no estén tan alejadas de aquí.

–Todas están en el segundo piso.

–Sí, ya lo sé. Pero que no estén tan alejadas de la escalera, por favor.

–Es que David le teme a los fantasmas –dije al hostelero.

David me hizo un mohín.

–¡Fantasmas! –replicó el hostelero, sobresaltado–. ¡Aquí no hay fantasmas! –agregó.

La tormenta protestó desde afuera, lanzando centellas.

–Solo bromeaba. ¿Por qué no nos conduces a nuestros aposentos? –dije levemente irritado.

–¿Qué…? Ah sí, sí… Enseguida –dijo con un hilo de voz y con un movimiento mecánico nos invitó a seguirlo.

–¿No nos apuntarás en el libro?

–No hace falta –respondió lacónicamente.

Yo y mi amigo nos encogimos de hombros y lo seguimos en silencio. El camino estaba a oscuras, pero nos guiamos por la ropa blanca del hostelero, quien parecía conocer cada palmo de aquella colosal mansión.

Después de cruzar una amplísima sala, que me diera la impresión de una gigantesca cueva de tiempos inmemoriales, subimos por una ancha escalera que se abría en abanico en la primera planta, y nos encontramos en la sólida oscuridad de otro pasillo. El hombrecillo torció a la izquierda y se detuvo diez pasos más adelante. Metió una mano en el bolsillo de su pantalón y extrajo una llave de vástago. Acto seguido la introdujo en la redonda cerradura de una puerta.

–Esta es la habitación número doce –dijo y se dispuso a girar la llave, pero se paró para añadir: Tiene vista al bosque.

–¡Buen detalle! –exclamó David con sorna. Es mía.

El hostelero abrió la puerta.

–En la mesita de noche hay una vela y una caja de cerrillas –informó solícitamente.

David entró en la habitación y, cuando el hostelero y yo nos disponíamos a continuar hacía el aposento contiguo, me dijo, asomando la cabeza:

–Si pasa algo grita fuerte para que pueda oírte –luego cerró la puerta, carcajeándose.

Al hostelero aquello no le produjo ningún tipo de gracia; hizo un gesto de desesperación con las manos y continuó su camino a largos pasos. Por mi parte, el comentario solo había logrado arrancarme una carcajada. En la próxima puerta extrajo otra llave de vástago y la abrió.

–Que pase una buena noche –dijo con ligero desdén, antes de giraren redondo e irse.

Cuando la oscuridad se lo hubo tragado por completo, extinguiéndose lo albo de su ropa, entré a mi habitación, donde la luz lánguida de una vela que ardía sobre la mesita de noche, hacía bailar extrañas sombras en las paredes. De inmediato mi imaginación empezó a crear imágenes tan terribles como absurdas.

Mientras tanto, la tormenta estaba en su momento de más violencia. Los relámpagos alumbraban la habitación en tétricas intermitencias, y las robustas gotas de lluvia tableteaban con fuerza en los cristales de las ventanas y de la puerta del balcón. Cerré la puerta a mi espalda y de inmediato sentí un gran ensueño, como si me hubieran suministrado un somnífero. Di algunos pasos hacia delante y me dejé caer en la cama, que me recibió con un suave y agradable chirrido. Menos de un minuto después estaba rendido como un lirón.

A la mañana siguiente me desperté con un cálido rayo de sol en el rostro. Me sentía recuperado. Me di cuenta de que había dormido con toda la ropa puesta, incluso con los zapatos. Me levanté, y vi el suelo de la habitación empapado, la puerta del balcón abierta y la vela trasmutada en un sólido charco de cera sobre su palmatoria de plata.  Y, para mayor asombro y turbación de mi parte, la puerta de la habitación estaba levemente abierta, solo separada del marco por una estrecha rendija.

Me sentí indignado y rápidamente salí de la habitación para pedirle explicación al hostelero por lo que había ocurrido.

Salí al pasillo, que estaba tan oscuro como la noche anterior, y mi cavidad nasal se saturó de un desagradable hedor a humedad, como si una docena de perros mojados se pasearan en la complicidad de la oscuridad. Traté de orientarme en la dirección correcta, después de salir de un ligero aturdimiento, que no había sido más que una reacción instintiva a algo que no logro explicar aún. Un vértigo pasajero movió mi cabeza y eché andar.  Diez pasos más adelante, que tuve el cuidado de contar como un párvulo, me detuve. Alargué un puño cerrado hasta dar con la puerta de la habitación de David y la golpeé insistente, pero inútilmente. En cambio, obtuve como respuesta los ecos de mi propia llamada. Pensé que aún estaría durmiendo o que ya se había despertado y había bajado a desayunar; así que seguí mi camino hasta el vestíbulo, donde esperaba encontrar a mi excitable amigo el hostelero. A medida que avanzaba me invadía un sentimiento de sombría desolación, propio de lugares abandonados a su suerte, como lo son los pueblos o las ciudades fantasmas.

Una vez en el vestíbulo la panorámica no fue diferente. Este, alumbrado por la luz diurna, se mostraba desvencijado, como si no hubiera sido beneficiado por restauración alguna desde hacía mucho tiempo. El suelo marmolado estaba mohoso y cubierto por una reciente capa de agujas de pino, que a su vez cubría otra aún más antigua. El mostrador estaba en situación similar, y el timbre, que con tanta gracia había tocado quien sea que nos hubiera recibido la noche anterior, estaba herrumbroso e inservible.

Mientras iba viendo todo aquello, mi corazón se aceleraba más y más, como una máquina de vapor que estuviera a punto de llegar al máximo de su rendimiento y estallar. Di una violenta exhalación de animal acorralado y eché a correr de vuelta arriba. Subí la escalera como un poseso, incapaz de pensar, pero a la vez con una única pregunta en la cabeza, adherida a mi mente como con pegamento: ¿Dónde diablos esta la broma?

Al llegar a la puerta de mi habitación, me detuve para recuperar el aliento. Jadeaba trémulamente. Coloqué suavemente la mano en el frío picaporte y poco a poco, como desactivando un explosivo, lo fui girando. El avance había sido milimétrico, pero finalmente sentí un clic metálico, y abrí la puerta de un empujón.

Lo que vi fue tan espantoso que tuve que meterme el puño en la boca y morderme los nudillos en un intento desesperado para no gritar. En la cama, donde yo había descansado placenteramente, yacía el cuerpo en descomposición de un hombre. Su piel se había convertido en una masa putrefacta de color azuloso. Por las vacías cuencas de sus ojos y por su boca sin labios reptaban gusanos de un horrible color amarillento. Se embrollaban y reptaban sobre los dientes o caían sobre las manchadas sabanas, de donde buscaban un lugar por entre las costillas para acceder a las entrañas del hombre.

A David lo encontré tiempo después. Estaba colgando de una cuerda de la lámpara de araña de su habitación. Su cuerpo consumido por un tiempo que me era imposible suponer parecía el de una momia de cinco mil años o más. La mueca de su rostro se había conservado tan bien que era como observarlo en el mismo instante de su muerte. Casi lo podía oír gritando de miedo mientras se asfixiaba.

Lo que sí nunca sabré es cómo morí yo. Simplemente, no logro recordarlo.

Puede enviar sus propias obras a katharsismagazine@gmail.com si desea publicarlas en este blog.

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