La casa de la perdición
por Marlon A. Lewis
Primer capítulo
Era
temprano en esa mañana de primavera, pero no lo era tanto, y los rayos del sol
ya bañaban los campos cubiertos de verdor deslumbrante, se reflejaban en las
aguas cristalinas de un arroyuelo que se escurría por entre las arboledas, y se
estrellaban en la fachada de la mansión campestre de los Bowen, con lo que su
blanco inmaculado parecía encenderse con una luz dorada.
Y
esa cálida luz era la que exaltaba a las avecillas que vivían en las cercanías
del edificio, que volaban en grupos formando remolinos multicolores por entre
las copas de los árboles que lo rodeaban y caían como aves de rapiña sobre las
olas encarnadas de los rosales florecidos, en busca de su alimento, los gusanos
e insectos de los que estaban plagados, sin que casi nada de lo que sucedía
fuera visible desde los salones interiores, salvo por los pocos rayos solares
que lograban colarse a través de la maraña de hojas para entrar por los
ventanales y caer como lo hacían las aves sobre las baldosas de un veteado
mármol verde que cubrían los pisos de la primera planta, cual si fueran varitas
ambarinas y trasparentes.
En
la casa reinaba un silencio relativo, y su sala principal, fresca y de grandes
dimensiones como comúnmente lo son las de todas las mansiones campestres de los
ricos burgueses que vienen a sus propiedades más lejanas huyendo del bullicio
de las ciudades, pero no desean desprenderse de las comodidades de sus casas
urbanas, sólo estaba ocupada por un hombre de unos veinticinco años.
El
hombre estaba de pie y sus ojos de un verde pálido miraban, se diría que con añoranza,
uno de los ambarinos trazos descendentes que se desparramaba como agua encima
del cristalino mármol. Era como un esbelto muchacho, por su rostro rasurado y
su cuerpo delgado, y no llevaba la cabeza cubierta con nada, porque sostenía su
sombrero negro, tan negro como las gastadas pero impecables ropas de caballero
que usaba, en una de sus manos, y por eso era visible su cabello de un peculiar
color zanahoria, que contrastaba con el verde de los ojos rodeados de una leve
sombra oscura y la palidez extrema del rostro, con lo que no pasaba
desapercibido para nadie.
Un
pinzón de cabeza azulada se coló por una ventana y se posó en donde mismo se
posaba la mirada del individuo, para ponerse después a buscar por sus
alrededores, como si estuviera perdido en ese ambiente extraño, provocando que
en el rostro alelado se esbozara una sonrisa esperanzada.
–¿Tú
también buscas una salida? –preguntó el hombre y esperó, como si ese pinzón
pudiera darle una respuesta.
La
avecilla lo miró con su ojo redondo, como si se percatara de que le hablaba, y
después salió volando seguida por la mirada del muchacho, se diría que
envidiosa, demostrando con eso que para ella era más fácil que para los
hombres, anclados sobre la tierra y atados por las tradiciones.
Entonces
se escucharon unos pasos que se acercaban con ímpetu, unos pasos conocidos, y
el hombre se volvió para encontrarse con la persona que los producía.
–La
señora vendrá en unos instantes… –dijo una voz agradable.
Era
una chica bastante atractiva de piel color miel y cabellos negros, que iba
vestida con las ropas de una sirvienta, y no pudo evitar mirar los hermosos
labios carnosos, que se movían como si danzaran.
De
nuevo se preguntó por qué lo había recibido esa muchacha en lugar de un
mayordomo, como era común en ese tipo de casas, pero viendo como la chica le
sonreía, con esos encantadores hoyitos en sus mejillas, no le quedaron dudas de
que era mejor de esa manera y le hizo una inclinación de cabeza manoseando su
sombrero con los dedos.
La
muchacha miró hacia una ventana, como si no sintiera deseos de retirarse
después de llevarle el recado, y no pasó mucho tiempo en silencio, porque, como
si hubiera notado cierta impaciencia, lo interpeló con los ojos posados en el
rostro pálido.
–Pero usted es completamente culpable de esta
espera, sabe, señor Foley. Ha venido demasiado temprano –dijo y los ojos
refulgieron con un raro brillo, o por lo menos eso le pareció a Foley.
–Lo
siento… no tenía a donde ir en estos sitios –se disculpó Foley pensando en que
era posible que la señora la hubiera regañado por su culpa, y sus ojos miraron
los carnosos labios otra vez, como si no pudiera evitarlo.
Los
labios eran hermosos, no había dudas, y estaban en armonía con el redondeado
rostro que, a pesar de la edad que la criada tenía, y que era atestiguada por
los grandes abultamientos que sin la menor modestia levantaban el frente de su
recatada vestimenta blanca y negra y saltaban a cada paso, parecía el de una
niña con los rellenos cachetes de tersa piel con que se adornaba.
–¿No
desearía por lo menos sentarse? –preguntó la chica sin inmutarse.
Foley
sacudió la cabeza no tanto para negar como para espantar los pensamientos que
lo invadían y destrozaban a su paso la grata tranquilidad que había estado
sintiendo en los últimos instantes. No podía permitir que la vorágine de deseos
que lo dominaba cuando vagaba por las calles de la capital del imperio
británico, llenas de ofrecimientos más bien obscenos y casas de opio para
espantar las penas, lo dominaran de nuevo.
–No,
muchas gracias, señorita, pero esperaré a la señora Bowen parado –susurró y
desvió la vista hacia un retazo de los mares de rosas que se veía oscilando con
la brisa matutina por la abertura de una ventana.
En
ese momento un menudo muchachito, que cubría su corto cabello castaño con una
gorrita, comenzaba su trabajo podando con unas grandes tijeras los bordes de la
exuberante vegetación que amenazaban envolver con su entusiasmo los caminos de
grava que cruzaban como un laberinto los inmensos macizos de flores.
La
criada miró a Foley con una lucecita pícara en sus ojos, como si sus palabras
le resultaran de una gracia exquisita, mas después le habló con su dulce voz de
costumbre y su rostro volvió a ser angelical como en un principio.
–Está
bien, como usted desee, señor Foley. Debo retirarme… pero sepa que deseo que se
sienta a gusto con nosotros.
La
voz de la criada obligó a Foley a volver la cabeza hacia ella.
–¿Y
cómo sabe usted que yo…? –preguntó visiblemente asombrado.
Pero
lo hizo demasiado tarde y la muchacha se había ido de la enorme sala, cosa que
no impidió que lo escuchara, puesto que pudo percibir una risita intrigante que
se alejaba. No se preocupó de eso, sin embargo, porque en cuanto estuvo sólo de
nuevo sintió como se liberaba de un peso y la calma volvió a cubrirlo poco a
poco con su manto, instaurándose en su atormentada alma.
“Menos
mal…”, pensó Foley y suspiró aliviado.
El
gorjeo de las aves hizo aflorar en su memoria el pinzón de cabeza azulada y
recordó las veces que había deseado ser como una golondrina, para escapar de
ese remolino que lo engullía cuando estaba cerca de personas como esa criada.
No
era para menos, porque aunque en esa amplia sala se respiraba la paz, y casi
podía tocársela con las manos, era una paz que no conocían los que vivían en
diminutos cuartitos calurosos y claustrofóbicos, una paz desconocida para las
mayorías que pasaban sus vidas esforzándose como mulos para conseguir un
mendrugo que llevarles a la hambrienta boca a sus hijos, cosa que no era para
nada extraño que los impulsara a sumergirse en el más indecoroso de los vicios,
sin poder salir de su precaria situación con el honesto esfuerzo de sus brazos,
y los hiciera hipócritamente blanco de las condenatorias palabras de los
privilegiados, los menos indicados para criticarlos pues, no es difícil ser
santo en el paraíso.
Y
precisamente hacia ese vicio del que había escapado se encausaron sus
pensamientos. Había estado rodeado de malas compañías, salvo por la de Eduard,
y había llegado a pensar que tanto opio le había estropeado la mente, por las
visiones que solían invadirlo. Por eso era más reconfortante haber encontrado
ese recorte de periódico, era como si Dios le diera otra oportunidad para ser
feliz, pero feliz de verdad y no gracias a una sustancia perniciosa ni a las
sensaciones provocadas por la lascivia desenfrenada hacia ciertas muchachas
fáciles.
Los
ojos verdes se entretuvieron mirando una vez más como el menudo jardinero hacia
su trabajo con unos guantes cubriéndole no sólo las manos, sino hasta parte de
sus brazos por ser éstos, quizás, demasiado grandes para sus poco fornidas
extremidades, más parecidos a los de un niño delgado o un adolescente. Todo
estaba tan silencioso y despoblado, porque el gorjeo de las aves no lo
molestaba para nada, que no había dudas de que eso era lo que necesitaba para
librarse del desenfreno en que había caído cuando se había dejado llevar
demasiado por sus alucinaciones.
Era
cierto que en realidad no tenía muchas esperanzas de que los Bowen lo
escogieran como preceptor de su único hijo varón, dada su pobre ascendencia,
porque se veía que eran muy ricos y era lógico pensar que no querrían para su
vástago una persona prácticamente recién graduada gracias a una beca aún cuando
el hecho de que se la hubieran concedido no dejaría de favorecerlo. Pero por lo
menos valía la pena salir de la ciudad por unos días y poder respirar en paz
sin que nadie lo molestara con proposiciones que no tendría fuerzas para
rechazar y aceptaría.
Foley
respiró profundamente el aire puro cargado con los olores de las flores, y
volvió a concentrarse en las retozonas avecillas que se peleaban cerca de un
cerezo por comerse las rojas frutillas, o los insectos que parecía haber en las
ramas si se escuchaba su bullicio.
Por
un momento en los ojos verdes se asomó un atisbo de esperanza y en lo más
profundo de su corazón Foley deseó que la graciosa sirvienta de la que
desconocía aún su nombre tuviera razón y pudiera ser feliz en esa casa
maravillosa. Nunca había creído en Dios, o por lo menos no seriamente, pero su
anhelo era tan enorme que sus manos se unieron delante de su pecho, con
sombrero incluido, y se puso a murmurar unas plegarias sin mucha confianza en
una respuesta. De todas maneras no pudo terminar de hacerla puesto que, como si
Dios pensara que su pedido era superfluo, tuvo que volverse cuando escuchó una
voz melodiosa a sus espaldas.
–¡Oh,
señor Foley!
El
muchacho no esperaba ver lo que se encontró y, quizás por la sorpresa, sus ojos
recorrieron impúdicamente a la persona que se había detenido en la sala.
La
señora Bowen no era, en efecto, una de esas aristócratas desdeñosas y eso se le
notaba en el rostro, un rostro que, por cierto, no era tampoco de beata, y a
pesar de la edad que debería tener se veía lozano como si no pasara de los
veinte.
Y
por lo visto a la dama le sucedió lo mismo, porque los ojos de un azul
profundo, situados a los lados de una encantadora naricilla, recorrieron del
mismo modo el cuerpo esbelto del muchacho y la pálida piel se coloreo de un
rubor sospechoso, resaltando más en el marco que conformaban los bucles dorados
que descendían desde la cabecita.
–No
pensé que usted fuera tan… tan… –empezó a decir la señora cuando Foley logró
contener su interés creciente y desvió la vista–. Pero no importa, siento la
demora… –se disculpó como si le hablara a una de sus amigas y continuó
caminando como si volara.
Foley
no la miraba, y no era necesario que lo hiciera puesto que con sólo oír el leve
sonido de sus pasos podía imaginarla.
La
señora llevaba puesto un vestido blanco que posiblemente fuera la causa de que
pareciera flotar por los aires, y sus cabellos dorados se balanceaban como
péndulos con cada paso que daba. En su mano derecha portaba un abanico con el
que se refrescaba el rostro y ese tratamiento pronto logró que la intensidad
del rubor que la había afectado se diluyera en un lindo rosado, no llegando a
ser de nuevo, sin embargo, como la de los redondeados hombros que el vestido no
cubría para nada, tan pálida como la luz de la luna llena.
Esa
era, sin dudas, una visión angelical, y Foley le hizo una reverencia posando
sus ojos en ella sin poder dilatar por más tiempo ese encuentro, aún cuando lo
hubiera deseado, para no manchar ni con sus pensamientos la pureza de la que la
dama rebozaba.
Entonces
se inclinó para tomar la manito que se le ofrecía, cuando la señora lo imitó,
una mano pequeña cubierta por un guante que se extendía hasta los codos, y sus
esfuerzos por desviar sus pensamientos dominados por el vicio se hicieron
mayores, puesto que la señora cerró su abanico y con ello mostró lo que hasta
ese instante seguía oculto a la vista.
–Es
un placer recibirlo, señor Foley –dijo la dama cuando los ojos verdes
parecieron incapaces de desviarse de su escote pronunciado, casi impotente para
contener la abundancia que amenazaba con desbordarlo, y retiró su mano de la
del muchacho a la vez que le sonreía y volvía a cubrirse con su abanico, para
dirigirse hacia una de las butacas.
Había
esperado encontrarse con un hombre maduro, uno de esos caballeros serios, y la
sorpresa inicial la había desconcertado un tanto a pesar de que no resultaba
desagradable y la hizo sentirse contenta aún sin haber visto todavía los
papeles de la recomendación que debían entregarle.
Foley
la siguió con la vista, viéndola flotar con su vestido lleno de volantes y
pliegues a la vez que se esforzaba por no mirarla demasiado. De nuevo la imagen
del par de senos blancos que se regocijaban y daban saltitos de alegría
enseñando, es cierto que con demasiado entusiasmo, sus redondeadas curvaturas,
pareció permanecer en sus retinas por más tiempo del indicado, y eso lo hizo
preguntarse si no estaría en medio de una de sus pesadillas, esas pesadillas
que sentía después de escapar de los brazos adormecedores del opio aún si no
dormía.
La
dama se sentó en una butaca de estilo victoriano y lo miró sonriente rodeada de
cojines de color púrpura y bordes dorados. Hizo un ademán con una mano para
indicarle que se sentara y eso pareció despertar a Foley, logrando que diera
unos pasos, o puede que fuera que el abanico volvió a cerrarse y sus pies lo
impulsaron para ver desde más cerca los gemelos saltarines.
–Me
disculpo, señora Bowen… Es… es decir… el gusto es todo mío –murmuró consciente
de que la dama debía haberse levantado demasiado temprano sólo para recibirlo–.
Y no debe ofenderse conmigo porque la mire directamente… lo que sucede es que
no he dormido mucho últimamente.
Eso
no era del todo cierto y lo sabía, no había dormido pero no la miraba por eso
sino porque desde chico había sentido un interés desmedido por las hembras
maduras, un interés más grande, pues siempre que fuera una hembra no podía
desinteresarse. Por otro lado, en su experiencia no era común encontrarse con
una persona que a pesar de pasar de los cuarenta y haber tenido varios hijos
conservara una belleza despampanante como lo hacía la señora Bowen, y para
colmo la dama lo miraba con tal condescendencia que sospechó que lo estaban
engañando y en lugar de la madre había venido a recibirlo una de las hijas,
porque sabía que poseía un par de ellas además del hijo más pequeño.
–No
me ha ofendido, señor Foley… –dijo la señora Bowen viendo como Foley miraba a
todos lados, como si se empeñara en descubrir a alguien oculto entre las
cortinas o los grandes jarrones floridos que adornaban la amplia sala–. Y no me
había dado cuenta de eso, pero me agrada que sea tan sincero.
Foley
pestañeó varias veces pensando en que con sus palabras podrían haber echado a
perder su futuro, por suerte, la señora Bowen parecía más comprensiva que
hermosa y se prometió tener más cuidado con lo que le decía.
–¿Trajo
los documentos? –preguntó la dama después de evaluar a su interlocutor
recorriéndolo de pies a cabeza con disimulo.
–¡Eh…!
Sí, por supuesto –respondió Foley y sacó de uno de los bolsillos de su saco las
cartas y su título.
La
dama lo invitó a sentarse de nuevo, después de coger los papeles y Foley lo
hizo mirando como los recorría con la vista.
–¿Es
recién graduado, verdad? –observó la señora después de mirar por encima uno de
los papeles.
Foley
asintió y vio como la señora volvía a recorrer el papel sin mucho interés a
pesar de ser ella la que lo había pedido.
–Julius
Foley –leyó para sí la dulce voz y los ojos azules se posaron en la firma que
concluía el documento.
Pero
como la señora Bowen no llevaba sus lentes no se molestó mucho en ver con
detenimiento lo que los papeles decían, por otro lado, confiaba más en su
intuición que en lo que decían los documentos, que podían contener cualquier
mentira, y sólo los había pedido porque era lo que se estilaba.
La
señora Bowen volvió a levantar la vista para encontrarse con el muchacho, que
como si fuera un resorte, se puso de pie cual un soldado.
Entonces
asintió complacida, pues le gustó que estuviera escrupulosamente vestido y se
fijó en el cuello de la camisa que sobresalía por la parte superior del saco,
donde usaba un lazo rojo, un cuello blanco por lo bien lavado y duro por lo
almidonado que estaba.
Era
cierto que el muchacho se veía un poco pálido y que sus ojos estaban rodeados
por una sombra oscura, lo que era en parte resultado de su cansancio y sus
ropas negras, pero no había dudas de que era limpio y llevaba su rostro bien
rasurado, cosa que era importante para ella que nunca había soportado a la
gente desaliñada.
–Muy
bien, señor Foley –manifestó la dama extendiendo las cartas a su propietario–.
Debo decirle que me agrada y si lo quiere el empleo es suyo… Pero no sé si le
convenga una casa rural como esta, es usted tan joven.
El
muchacho cogió los papeles y los guardó en el mismo sitio de donde los había
sacado, con su corazón rebosante de alegría.
“Precisamente
una casa como esta me conviene, estoy hastiado de las ciudades”, pensó Foley, y
sonrió mirando los destellos que lanzaban los ojos azules, pero su boca habló
otra cosa.
–Muchas
gracias, señora Bowen… No se preocupe por la casa, sólo me gustaría conocer
primero a su hijo, quisiera saber si podremos llevarnos –declaró.
No
le gustaría un chico demasiado inteligente, la combinación de inteligencia y
riqueza hacía a la gente pedante desde su punto de vista, y lo sabía por
experiencia.
–¡Oh!
Mi Toni le encantará, señor Foley. Es un muchacho tan inteligente, tiene muchas
ideas y todos lo adoran –manifestó la dama y el rostro de Foley reflejó
descontento a pesar de sus esfuerzos para ocultarlo–. En resumen, es mi mayor
tesoro… Pero pronto lo verá, mandé a que se presentara antes de venir a la
sala, entretanto será mejor que se siente de nuevo, lo noto cansado.
La
dama hablaba con emoción, como cualquier madre lo hace de su muchacho, y sólo
gracias a la ceguera propia de esa clase de criaturas, que sólo ven virtudes en
donde no hay más que vicios, no vio la mueca de fastidio que desfiguraba el
rostro del futuro preceptor de su hijo.
Foley,
por su parte, se sentó obedientemente. La perspectiva de que su futuro pupilo
pudiera sobrepasarlo en cuanto a su inteligencia no le gustaba, había aprendido
que esos chicos a más de pedantes eran más difíciles de controlar, siempre
inventando, cosa que sin lugar a dudas desbarataría su sueño de una vida pacífica
y aislada de las multitudes. Pero no quiso anticiparse a los hechos y se limitó
a sonreírle a la dama, acomodándose en su butaca.
Los
ojos azules lo siguieron con una curiosa mirada, pero la señora no tardó en
distraerse de eso y se puso a contarle anécdotas divertidas de su hijo para dar
tiempo a que llegara.
El
corto y bien peinado cabello zanahoria que crecía en la cabeza del preceptor
reflejaba los rayos del sol mañanero y sus ojos se posaron en los cerezos para
impedir quedarse sobre los senos, que en la nueva posición donde se encontraba
volvían a manifestar su nefasta influencia, y más estando tan solos en la
enorme sala perfumada, donde por encima del perfume de las rosas comenzó a
llegarle otro muy diferente pero igualmente grato que parecía desprenderse del
cuerpo de la señora q` y hasta ese instante no había notado.
Los
pinzones continuaban revoloteando y las cabecitas azules de los machos podían
distinguirse de las marrón de las hembras, más discretas en su vestimenta. Esas
avecillas le recordaban su pueblo natal y se preguntó como estaría su madre
para no pensar en lo otro. Las últimas noticias que le habían llegado de ella
le decían que estaba algo indispuesta y pensó en que debería mandarle dinero
cuando cobrara, ya que su padre no se ocupaba de mantenerla.
–¿Me está escuchando, señor Foley? –la voz de
la señora, que se había fundido en un silencio creado por la concentración de
Foley, se escuchó nuevamente.
No
podía evitarlo, siempre había tenido la capacidad de abstraerse hasta ese punto,
hasta que lo requirieran, y durante sus estudios ese instinto se había
desarrollado tanto, como protección de las clases aburridas, que se había
convertido en algo que no estaba en sus manos.
–¡Por
supuesto, señora Bowen! –declaró Foley y posó sus ojos en el rostro que le
sonreía, pero estos no tardaron en caer como si la gravedad los afectara y debió
desviarlos.
Esas
malditas redondeces parecían hipnotizarlo y tuvo que sacudir la cabeza para
liberarse del encantamiento y poder levantar la vista.
–Es
que estoy, como le he mencionado, un poco cansado con el viaje… Pero debo
decirle que su conversación me es interesante y me servirá para conocer más a
su chico –explicó haciendo un esfuerzo por mirar a los ojos a la dama por un
instante antes de desviar otra vez la mirada.
“Debes
controlarte y olvidar el pasado”, pensó y observó como en la lejanía el menudo
jardinero dejaba una carretilla repleta de estiércol en un sendero.
No,
no podía permitir que las alucinaciones lo dominaran en esa sala como lo habían
hecho hasta hacía poco todo el tiempo.
–Ummm,
comprendo –dijo la señora–. Y ese chico que no llega.
La
dama se levantó y caminó hasta una mesita donde sonó una campanita que en ella
había, con los ojos en su futuro empleado, que hubo de levantarse como ella.
–No
pasa nada, no es… –dijo Foley.
Pero
lo interrumpió la misma muchacha que lo había recibido, que ahora llevaba una
cofia, y se presentó tan prontamente como si escuchara detrás de la puerta,
haciendo una leve reverencia.
–¿Me
llamaba la señora? –dijo la chica y volvió a envolver a Foley con su brillante
mirada.
–Por
favor, Brooke, busca a Toni, ¿sí? –pidió la señora–. ¡No sé dónde se habrá
metido ese muchacho!
La
dama se volvió hacia Foley luego de ver como la criada le hacía una reverencia
y se retiraba seguida por la mirada de los ojos verdes.
–Ella
es mi doncella, Brooke, una buena muchacha, lo único que no tenemos son hombres
para que Toni siga su ejemplo, por eso es que sería maravilloso que
permaneciera con nosotros.
Foley
pensó en el jardinero, pero era seguro que la señora se refería a gente culta
cuando decía hombre y no a un simple jornalero, cosa que lo hizo sentirse más
importante.
–Estoy
de acuerdo con lo que dice, señora Bowen –declaró–. Un chico de catorce años
necesita un padre u otro hombre que lo guíe, y si permanezco en esta casa,
intentaré hacer un caballero sin rival de ese muchacho, tan maravilloso por sus
palabras.
Los
ojos azules se posaron por un momento sobre los verdes y en los labios de la
dama se esbozó otra vez su enigmática sonrisita, cuando se dio cuenta de lo que
éstos estaban mirando sin poderlo evitar a pesar de los esfuerzos. Mas en lugar
de enfadarse, pareció llenarse de orgullo y se irguió, seguramente no tanto
debido a la mirada indiscreta como a las palabras que le pronosticaban tan
deseado paradero a su hijo.
–Me sentiré contenta de que decida permanecer
con nosotras, señor Foley… Y rezo para que eso suceda –insistió la señora–.
Desgraciadamente, el señor Bowen está lejos, creo que en el Canadá, y casi
nunca viene a vernos a Inglaterra… Pero con usted en la casa nos sentiremos más
seguras. Me refiero a mí y a mis hijas, que espero presentarle cuando
despierten. En cuanto a mi niño, verá que le encantará desde que lo vea. Es un
chico tan dulce… Estoy segura de que seremos como una familia en breve.
La
emocionada señora hablaba caminando a su butaca y posó su vista en Foley cuando
se hubo sentado en ella.
–Es
un honor para mí ser depositario de su confianza y espero no defraudarla nunca
ni con mis pensamientos, señora Bowen –declaró Foley y se sentó a una
indicación de la dama.
–¡Oh,
estoy segura de que no lo hará! –exclamó la señora Bowen desplegando su abanico
y lo agitó frente a su rostro en silencio, pero después siguió hablando como si
recordara algo importante.
–En
cuanto a sus honorarios, no podremos pagarle mucho por el momento. No quiero
engañarlo y puedo decirle que, incluso cuando parecemos ricos, y lo somos, casi
todo nuestro dinero está completamente invertido en las minas de diamantes de Suráfrica
y por eso no disponemos de mucho efectivo, puede ver que solamente hemos
conservado a unas pocas sirvientas.
Eso
explicaba la ausencia de un mayordomo, como se estilaba en las casas que
conocía, y Foley movió su cabeza, comprensivo.
–No
se preocupe, señora Bowen… No hay que ir de prisa con eso siempre que pueda
vivir en una habitación de la casa gratuitamente, ya que si no dispongo de
dinero…
Foley
se encogió de hombros, todavía debería mandar a buscar sus cosas si decidía
quedarse con el empleo y su estancia en la mansión le convendría, no sólo por
la paz que se respiraba sino porque el poblado quedaba a bastante distancia y
no sería nada placentero ir y venir todos los días.
–Puede
estar seguro de que dispondrá de gratas habitaciones, señor Foley. Mi doncella
Brooke le ha preparado una bastante grande cercana a la mía donde se sentirá a
gusto. Pero quiero decirle que cualquier cosa que necesite sólo debe llamarme y
se resolverá de inmediato.
“Hmmm,
es por eso que esa chica sabía…”, pensó Foley dispuesto a darle las gracias a
la dama, pero no lo hizo porque se lo impidió una voz aflautada y soñolienta, y
puede que por eso mismo un poco ronca, que lo hizo volverse hacia la puerta.
Entonces
sus ojos se abrieron de asombro, como platos, y los posó en los de la señora,
como si le preguntara qué debía esperar de lo que veía.
Por
su parte, la señora Bowen se rió mirando lo mismo que Foley, y abrió sus brazos
como para recibir entre ellos a una criatura.
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