viernes, 16 de septiembre de 2016

La casa de la perdición: Primer capítulo



La casa de la perdición
por Marlon A. Lewis

Primer capítulo

Era temprano en esa mañana de primavera, pero no lo era tanto, y los rayos del sol ya bañaban los campos cubiertos de verdor deslumbrante, se reflejaban en las aguas cristalinas de un arroyuelo que se escurría por entre las arboledas, y se estrellaban en la fachada de la mansión campestre de los Bowen, con lo que su blanco inmaculado parecía encenderse con una luz dorada.

Y esa cálida luz era la que exaltaba a las avecillas que vivían en las cercanías del edificio, que volaban en grupos formando remolinos multicolores por entre las copas de los árboles que lo rodeaban y caían como aves de rapiña sobre las olas encarnadas de los rosales florecidos, en busca de su alimento, los gusanos e insectos de los que estaban plagados, sin que casi nada de lo que sucedía fuera visible desde los salones interiores, salvo por los pocos rayos solares que lograban colarse a través de la maraña de hojas para entrar por los ventanales y caer como lo hacían las aves sobre las baldosas de un veteado mármol verde que cubrían los pisos de la primera planta, cual si fueran varitas ambarinas y trasparentes.

En la casa reinaba un silencio relativo, y su sala principal, fresca y de grandes dimensiones como comúnmente lo son las de todas las mansiones campestres de los ricos burgueses que vienen a sus propiedades más lejanas huyendo del bullicio de las ciudades, pero no desean desprenderse de las comodidades de sus casas urbanas, sólo estaba ocupada por un hombre de unos veinticinco años.

El hombre estaba de pie y sus ojos de un verde pálido miraban, se diría que con añoranza, uno de los ambarinos trazos descendentes que se desparramaba como agua encima del cristalino mármol. Era como un esbelto muchacho, por su rostro rasurado y su cuerpo delgado, y no llevaba la cabeza cubierta con nada, porque sostenía su sombrero negro, tan negro como las gastadas pero impecables ropas de caballero que usaba, en una de sus manos, y por eso era visible su cabello de un peculiar color zanahoria, que contrastaba con el verde de los ojos rodeados de una leve sombra oscura y la palidez extrema del rostro, con lo que no pasaba desapercibido para nadie.

Un pinzón de cabeza azulada se coló por una ventana y se posó en donde mismo se posaba la mirada del individuo, para ponerse después a buscar por sus alrededores, como si estuviera perdido en ese ambiente extraño, provocando que en el rostro alelado se esbozara una sonrisa esperanzada.

–¿Tú también buscas una salida? –preguntó el hombre y esperó, como si ese pinzón pudiera darle una respuesta.

La avecilla lo miró con su ojo redondo, como si se percatara de que le hablaba, y después salió volando seguida por la mirada del muchacho, se diría que envidiosa, demostrando con eso que para ella era más fácil que para los hombres, anclados sobre la tierra y atados por las tradiciones.

Entonces se escucharon unos pasos que se acercaban con ímpetu, unos pasos conocidos, y el hombre se volvió para encontrarse con la persona que los producía.

–La señora vendrá en unos instantes… –dijo una voz agradable.

Era una chica bastante atractiva de piel color miel y cabellos negros, que iba vestida con las ropas de una sirvienta, y no pudo evitar mirar los hermosos labios carnosos, que se movían como si danzaran.

De nuevo se preguntó por qué lo había recibido esa muchacha en lugar de un mayordomo, como era común en ese tipo de casas, pero viendo como la chica le sonreía, con esos encantadores hoyitos en sus mejillas, no le quedaron dudas de que era mejor de esa manera y le hizo una inclinación de cabeza manoseando su sombrero con los dedos.

La muchacha miró hacia una ventana, como si no sintiera deseos de retirarse después de llevarle el recado, y no pasó mucho tiempo en silencio, porque, como si hubiera notado cierta impaciencia, lo interpeló con los ojos posados en el rostro pálido.

 –Pero usted es completamente culpable de esta espera, sabe, señor Foley. Ha venido demasiado temprano –dijo y los ojos refulgieron con un raro brillo, o por lo menos eso le pareció a Foley.

–Lo siento… no tenía a donde ir en estos sitios –se disculpó Foley pensando en que era posible que la señora la hubiera regañado por su culpa, y sus ojos miraron los carnosos labios otra vez, como si no pudiera evitarlo.

Los labios eran hermosos, no había dudas, y estaban en armonía con el redondeado rostro que, a pesar de la edad que la criada tenía, y que era atestiguada por los grandes abultamientos que sin la menor modestia levantaban el frente de su recatada vestimenta blanca y negra y saltaban a cada paso, parecía el de una niña con los rellenos cachetes de tersa piel con que se adornaba.

–¿No desearía por lo menos sentarse? –preguntó la chica sin inmutarse.

Foley sacudió la cabeza no tanto para negar como para espantar los pensamientos que lo invadían y destrozaban a su paso la grata tranquilidad que había estado sintiendo en los últimos instantes. No podía permitir que la vorágine de deseos que lo dominaba cuando vagaba por las calles de la capital del imperio británico, llenas de ofrecimientos más bien obscenos y casas de opio para espantar las penas, lo dominaran de nuevo.

–No, muchas gracias, señorita, pero esperaré a la señora Bowen parado –susurró y desvió la vista hacia un retazo de los mares de rosas que se veía oscilando con la brisa matutina por la abertura de una ventana.
En ese momento un menudo muchachito, que cubría su corto cabello castaño con una gorrita, comenzaba su trabajo podando con unas grandes tijeras los bordes de la exuberante vegetación que amenazaban envolver con su entusiasmo los caminos de grava que cruzaban como un laberinto los inmensos macizos de flores.

La criada miró a Foley con una lucecita pícara en sus ojos, como si sus palabras le resultaran de una gracia exquisita, mas después le habló con su dulce voz de costumbre y su rostro volvió a ser angelical como en un principio.

–Está bien, como usted desee, señor Foley. Debo retirarme… pero sepa que deseo que se sienta a gusto con nosotros.

La voz de la criada obligó a Foley a volver la cabeza hacia ella.

–¿Y cómo sabe usted que yo…? –preguntó visiblemente asombrado.

Pero lo hizo demasiado tarde y la muchacha se había ido de la enorme sala, cosa que no impidió que lo escuchara, puesto que pudo percibir una risita intrigante que se alejaba. No se preocupó de eso, sin embargo, porque en cuanto estuvo sólo de nuevo sintió como se liberaba de un peso y la calma volvió a cubrirlo poco a poco con su manto, instaurándose en su atormentada alma.

“Menos mal…”, pensó Foley y suspiró aliviado.

El gorjeo de las aves hizo aflorar en su memoria el pinzón de cabeza azulada y recordó las veces que había deseado ser como una golondrina, para escapar de ese remolino que lo engullía cuando estaba cerca de personas como esa criada.

No era para menos, porque aunque en esa amplia sala se respiraba la paz, y casi podía tocársela con las manos, era una paz que no conocían los que vivían en diminutos cuartitos calurosos y claustrofóbicos, una paz desconocida para las mayorías que pasaban sus vidas esforzándose como mulos para conseguir un mendrugo que llevarles a la hambrienta boca a sus hijos, cosa que no era para nada extraño que los impulsara a sumergirse en el más indecoroso de los vicios, sin poder salir de su precaria situación con el honesto esfuerzo de sus brazos, y los hiciera hipócritamente blanco de las condenatorias palabras de los privilegiados, los menos indicados para criticarlos pues, no es difícil ser santo en el paraíso.

Y precisamente hacia ese vicio del que había escapado se encausaron sus pensamientos. Había estado rodeado de malas compañías, salvo por la de Eduard, y había llegado a pensar que tanto opio le había estropeado la mente, por las visiones que solían invadirlo. Por eso era más reconfortante haber encontrado ese recorte de periódico, era como si Dios le diera otra oportunidad para ser feliz, pero feliz de verdad y no gracias a una sustancia perniciosa ni a las sensaciones provocadas por la lascivia desenfrenada hacia ciertas muchachas fáciles.

Los ojos verdes se entretuvieron mirando una vez más como el menudo jardinero hacia su trabajo con unos guantes cubriéndole no sólo las manos, sino hasta parte de sus brazos por ser éstos, quizás, demasiado grandes para sus poco fornidas extremidades, más parecidos a los de un niño delgado o un adolescente. Todo estaba tan silencioso y despoblado, porque el gorjeo de las aves no lo molestaba para nada, que no había dudas de que eso era lo que necesitaba para librarse del desenfreno en que había caído cuando se había dejado llevar demasiado por sus alucinaciones.

Era cierto que en realidad no tenía muchas esperanzas de que los Bowen lo escogieran como preceptor de su único hijo varón, dada su pobre ascendencia, porque se veía que eran muy ricos y era lógico pensar que no querrían para su vástago una persona prácticamente recién graduada gracias a una beca aún cuando el hecho de que se la hubieran concedido no dejaría de favorecerlo. Pero por lo menos valía la pena salir de la ciudad por unos días y poder respirar en paz sin que nadie lo molestara con proposiciones que no tendría fuerzas para rechazar y aceptaría.

Foley respiró profundamente el aire puro cargado con los olores de las flores, y volvió a concentrarse en las retozonas avecillas que se peleaban cerca de un cerezo por comerse las rojas frutillas, o los insectos que parecía haber en las ramas si se escuchaba su bullicio.

Por un momento en los ojos verdes se asomó un atisbo de esperanza y en lo más profundo de su corazón Foley deseó que la graciosa sirvienta de la que desconocía aún su nombre tuviera razón y pudiera ser feliz en esa casa maravillosa. Nunca había creído en Dios, o por lo menos no seriamente, pero su anhelo era tan enorme que sus manos se unieron delante de su pecho, con sombrero incluido, y se puso a murmurar unas plegarias sin mucha confianza en una respuesta. De todas maneras no pudo terminar de hacerla puesto que, como si Dios pensara que su pedido era superfluo, tuvo que volverse cuando escuchó una voz melodiosa a sus espaldas.

–¡Oh, señor Foley!

El muchacho no esperaba ver lo que se encontró y, quizás por la sorpresa, sus ojos recorrieron impúdicamente a la persona que se había detenido en la sala.

La señora Bowen no era, en efecto, una de esas aristócratas desdeñosas y eso se le notaba en el rostro, un rostro que, por cierto, no era tampoco de beata, y a pesar de la edad que debería tener se veía lozano como si no pasara de los veinte.

Y por lo visto a la dama le sucedió lo mismo, porque los ojos de un azul profundo, situados a los lados de una encantadora naricilla, recorrieron del mismo modo el cuerpo esbelto del muchacho y la pálida piel se coloreo de un rubor sospechoso, resaltando más en el marco que conformaban los bucles dorados que descendían desde la cabecita.

–No pensé que usted fuera tan… tan… –empezó a decir la señora cuando Foley logró contener su interés creciente y desvió la vista–. Pero no importa, siento la demora… –se disculpó como si le hablara a una de sus amigas y continuó caminando como si volara.

Foley no la miraba, y no era necesario que lo hiciera puesto que con sólo oír el leve sonido de sus pasos podía imaginarla.

La señora llevaba puesto un vestido blanco que posiblemente fuera la causa de que pareciera flotar por los aires, y sus cabellos dorados se balanceaban como péndulos con cada paso que daba. En su mano derecha portaba un abanico con el que se refrescaba el rostro y ese tratamiento pronto logró que la intensidad del rubor que la había afectado se diluyera en un lindo rosado, no llegando a ser de nuevo, sin embargo, como la de los redondeados hombros que el vestido no cubría para nada, tan pálida como la luz de la luna llena.

Esa era, sin dudas, una visión angelical, y Foley le hizo una reverencia posando sus ojos en ella sin poder dilatar por más tiempo ese encuentro, aún cuando lo hubiera deseado, para no manchar ni con sus pensamientos la pureza de la que la dama rebozaba.

Entonces se inclinó para tomar la manito que se le ofrecía, cuando la señora lo imitó, una mano pequeña cubierta por un guante que se extendía hasta los codos, y sus esfuerzos por desviar sus pensamientos dominados por el vicio se hicieron mayores, puesto que la señora cerró su abanico y con ello mostró lo que hasta ese instante seguía oculto a la vista.

–Es un placer recibirlo, señor Foley –dijo la dama cuando los ojos verdes parecieron incapaces de desviarse de su escote pronunciado, casi impotente para contener la abundancia que amenazaba con desbordarlo, y retiró su mano de la del muchacho a la vez que le sonreía y volvía a cubrirse con su abanico, para dirigirse hacia una de las butacas.

Había esperado encontrarse con un hombre maduro, uno de esos caballeros serios, y la sorpresa inicial la había desconcertado un tanto a pesar de que no resultaba desagradable y la hizo sentirse contenta aún sin haber visto todavía los papeles de la recomendación que debían entregarle.

Foley la siguió con la vista, viéndola flotar con su vestido lleno de volantes y pliegues a la vez que se esforzaba por no mirarla demasiado. De nuevo la imagen del par de senos blancos que se regocijaban y daban saltitos de alegría enseñando, es cierto que con demasiado entusiasmo, sus redondeadas curvaturas, pareció permanecer en sus retinas por más tiempo del indicado, y eso lo hizo preguntarse si no estaría en medio de una de sus pesadillas, esas pesadillas que sentía después de escapar de los brazos adormecedores del opio aún si no dormía.

La dama se sentó en una butaca de estilo victoriano y lo miró sonriente rodeada de cojines de color púrpura y bordes dorados. Hizo un ademán con una mano para indicarle que se sentara y eso pareció despertar a Foley, logrando que diera unos pasos, o puede que fuera que el abanico volvió a cerrarse y sus pies lo impulsaron para ver desde más cerca los gemelos saltarines.

–Me disculpo, señora Bowen… Es… es decir… el gusto es todo mío –murmuró consciente de que la dama debía haberse levantado demasiado temprano sólo para recibirlo–. Y no debe ofenderse conmigo porque la mire directamente… lo que sucede es que no he dormido mucho últimamente.

Eso no era del todo cierto y lo sabía, no había dormido pero no la miraba por eso sino porque desde chico había sentido un interés desmedido por las hembras maduras, un interés más grande, pues siempre que fuera una hembra no podía desinteresarse. Por otro lado, en su experiencia no era común encontrarse con una persona que a pesar de pasar de los cuarenta y haber tenido varios hijos conservara una belleza despampanante como lo hacía la señora Bowen, y para colmo la dama lo miraba con tal condescendencia que sospechó que lo estaban engañando y en lugar de la madre había venido a recibirlo una de las hijas, porque sabía que poseía un par de ellas además del hijo más pequeño.

–No me ha ofendido, señor Foley… –dijo la señora Bowen viendo como Foley miraba a todos lados, como si se empeñara en descubrir a alguien oculto entre las cortinas o los grandes jarrones floridos que adornaban la amplia sala–. Y no me había dado cuenta de eso, pero me agrada que sea tan sincero.

Foley pestañeó varias veces pensando en que con sus palabras podrían haber echado a perder su futuro, por suerte, la señora Bowen parecía más comprensiva que hermosa y se prometió tener más cuidado con lo que le decía.

–¿Trajo los documentos? –preguntó la dama después de evaluar a su interlocutor recorriéndolo de pies a cabeza con disimulo.

–¡Eh…! Sí, por supuesto –respondió Foley y sacó de uno de los bolsillos de su saco las cartas y su título.
La dama lo invitó a sentarse de nuevo, después de coger los papeles y Foley lo hizo mirando como los recorría con la vista.

–¿Es recién graduado, verdad? –observó la señora después de mirar por encima uno de los papeles.
Foley asintió y vio como la señora volvía a recorrer el papel sin mucho interés a pesar de ser ella la que lo había pedido.

–Julius Foley –leyó para sí la dulce voz y los ojos azules se posaron en la firma que concluía el documento.
Pero como la señora Bowen no llevaba sus lentes no se molestó mucho en ver con detenimiento lo que los papeles decían, por otro lado, confiaba más en su intuición que en lo que decían los documentos, que podían contener cualquier mentira, y sólo los había pedido porque era lo que se estilaba.

La señora Bowen volvió a levantar la vista para encontrarse con el muchacho, que como si fuera un resorte, se puso de pie cual un soldado.

Entonces asintió complacida, pues le gustó que estuviera escrupulosamente vestido y se fijó en el cuello de la camisa que sobresalía por la parte superior del saco, donde usaba un lazo rojo, un cuello blanco por lo bien lavado y duro por lo almidonado que estaba.

Era cierto que el muchacho se veía un poco pálido y que sus ojos estaban rodeados por una sombra oscura, lo que era en parte resultado de su cansancio y sus ropas negras, pero no había dudas de que era limpio y llevaba su rostro bien rasurado, cosa que era importante para ella que nunca había soportado a la gente desaliñada.

–Muy bien, señor Foley –manifestó la dama extendiendo las cartas a su propietario–. Debo decirle que me agrada y si lo quiere el empleo es suyo… Pero no sé si le convenga una casa rural como esta, es usted tan joven.

El muchacho cogió los papeles y los guardó en el mismo sitio de donde los había sacado, con su corazón rebosante de alegría.

“Precisamente una casa como esta me conviene, estoy hastiado de las ciudades”, pensó Foley, y sonrió mirando los destellos que lanzaban los ojos azules, pero su boca habló otra cosa.

–Muchas gracias, señora Bowen… No se preocupe por la casa, sólo me gustaría conocer primero a su hijo, quisiera saber si podremos llevarnos –declaró.

No le gustaría un chico demasiado inteligente, la combinación de inteligencia y riqueza hacía a la gente pedante desde su punto de vista, y lo sabía por experiencia.

–¡Oh! Mi Toni le encantará, señor Foley. Es un muchacho tan inteligente, tiene muchas ideas y todos lo adoran –manifestó la dama y el rostro de Foley reflejó descontento a pesar de sus esfuerzos para ocultarlo–. En resumen, es mi mayor tesoro… Pero pronto lo verá, mandé a que se presentara antes de venir a la sala, entretanto será mejor que se siente de nuevo, lo noto cansado.

La dama hablaba con emoción, como cualquier madre lo hace de su muchacho, y sólo gracias a la ceguera propia de esa clase de criaturas, que sólo ven virtudes en donde no hay más que vicios, no vio la mueca de fastidio que desfiguraba el rostro del futuro preceptor de su hijo.

Foley, por su parte, se sentó obedientemente. La perspectiva de que su futuro pupilo pudiera sobrepasarlo en cuanto a su inteligencia no le gustaba, había aprendido que esos chicos a más de pedantes eran más difíciles de controlar, siempre inventando, cosa que sin lugar a dudas desbarataría su sueño de una vida pacífica y aislada de las multitudes. Pero no quiso anticiparse a los hechos y se limitó a sonreírle a la dama, acomodándose en su butaca.

Los ojos azules lo siguieron con una curiosa mirada, pero la señora no tardó en distraerse de eso y se puso a contarle anécdotas divertidas de su hijo para dar tiempo a que llegara.

El corto y bien peinado cabello zanahoria que crecía en la cabeza del preceptor reflejaba los rayos del sol mañanero y sus ojos se posaron en los cerezos para impedir quedarse sobre los senos, que en la nueva posición donde se encontraba volvían a manifestar su nefasta influencia, y más estando tan solos en la enorme sala perfumada, donde por encima del perfume de las rosas comenzó a llegarle otro muy diferente pero igualmente grato que parecía desprenderse del cuerpo de la señora q` y hasta ese instante no había notado.

Los pinzones continuaban revoloteando y las cabecitas azules de los machos podían distinguirse de las marrón de las hembras, más discretas en su vestimenta. Esas avecillas le recordaban su pueblo natal y se preguntó como estaría su madre para no pensar en lo otro. Las últimas noticias que le habían llegado de ella le decían que estaba algo indispuesta y pensó en que debería mandarle dinero cuando cobrara, ya que su padre no se ocupaba de mantenerla.

 –¿Me está escuchando, señor Foley? –la voz de la señora, que se había fundido en un silencio creado por la concentración de Foley, se escuchó nuevamente.

No podía evitarlo, siempre había tenido la capacidad de abstraerse hasta ese punto, hasta que lo requirieran, y durante sus estudios ese instinto se había desarrollado tanto, como protección de las clases aburridas, que se había convertido en algo que no estaba en sus manos.

–¡Por supuesto, señora Bowen! –declaró Foley y posó sus ojos en el rostro que le sonreía, pero estos no tardaron en caer como si la gravedad los afectara y debió desviarlos.

Esas malditas redondeces parecían hipnotizarlo y tuvo que sacudir la cabeza para liberarse del encantamiento y poder levantar la vista.

–Es que estoy, como le he mencionado, un poco cansado con el viaje… Pero debo decirle que su conversación me es interesante y me servirá para conocer más a su chico –explicó haciendo un esfuerzo por mirar a los ojos a la dama por un instante antes de desviar otra vez la mirada.

“Debes controlarte y olvidar el pasado”, pensó y observó como en la lejanía el menudo jardinero dejaba una carretilla repleta de estiércol en un sendero.

No, no podía permitir que las alucinaciones lo dominaran en esa sala como lo habían hecho hasta hacía poco todo el tiempo.

–Ummm, comprendo –dijo la señora–. Y ese chico que no llega.

La dama se levantó y caminó hasta una mesita donde sonó una campanita que en ella había, con los ojos en su futuro empleado, que hubo de levantarse como ella.

–No pasa nada, no es… –dijo Foley.

Pero lo interrumpió la misma muchacha que lo había recibido, que ahora llevaba una cofia, y se presentó tan prontamente como si escuchara detrás de la puerta, haciendo una leve reverencia.

–¿Me llamaba la señora? –dijo la chica y volvió a envolver a Foley con su brillante mirada.

–Por favor, Brooke, busca a Toni, ¿sí? –pidió la señora–. ¡No sé dónde se habrá metido ese muchacho!

La dama se volvió hacia Foley luego de ver como la criada le hacía una reverencia y se retiraba seguida por la mirada de los ojos verdes.

–Ella es mi doncella, Brooke, una buena muchacha, lo único que no tenemos son hombres para que Toni siga su ejemplo, por eso es que sería maravilloso que permaneciera con nosotros.

Foley pensó en el jardinero, pero era seguro que la señora se refería a gente culta cuando decía hombre y no a un simple jornalero, cosa que lo hizo sentirse más importante.

–Estoy de acuerdo con lo que dice, señora Bowen –declaró–. Un chico de catorce años necesita un padre u otro hombre que lo guíe, y si permanezco en esta casa, intentaré hacer un caballero sin rival de ese muchacho, tan maravilloso por sus palabras.

Los ojos azules se posaron por un momento sobre los verdes y en los labios de la dama se esbozó otra vez su enigmática sonrisita, cuando se dio cuenta de lo que éstos estaban mirando sin poderlo evitar a pesar de los esfuerzos. Mas en lugar de enfadarse, pareció llenarse de orgullo y se irguió, seguramente no tanto debido a la mirada indiscreta como a las palabras que le pronosticaban tan deseado paradero a su hijo.

 –Me sentiré contenta de que decida permanecer con nosotras, señor Foley… Y rezo para que eso suceda –insistió la señora–. Desgraciadamente, el señor Bowen está lejos, creo que en el Canadá, y casi nunca viene a vernos a Inglaterra… Pero con usted en la casa nos sentiremos más seguras. Me refiero a mí y a mis hijas, que espero presentarle cuando despierten. En cuanto a mi niño, verá que le encantará desde que lo vea. Es un chico tan dulce… Estoy segura de que seremos como una familia en breve.

La emocionada señora hablaba caminando a su butaca y posó su vista en Foley cuando se hubo sentado en ella.

–Es un honor para mí ser depositario de su confianza y espero no defraudarla nunca ni con mis pensamientos, señora Bowen –declaró Foley y se sentó a una indicación de la dama.

–¡Oh, estoy segura de que no lo hará! –exclamó la señora Bowen desplegando su abanico y lo agitó frente a su rostro en silencio, pero después siguió hablando como si recordara algo importante.

–En cuanto a sus honorarios, no podremos pagarle mucho por el momento. No quiero engañarlo y puedo decirle que, incluso cuando parecemos ricos, y lo somos, casi todo nuestro dinero está completamente invertido en las minas de diamantes de Suráfrica y por eso no disponemos de mucho efectivo, puede ver que solamente hemos conservado a unas pocas sirvientas.

Eso explicaba la ausencia de un mayordomo, como se estilaba en las casas que conocía, y Foley movió su cabeza, comprensivo.

–No se preocupe, señora Bowen… No hay que ir de prisa con eso siempre que pueda vivir en una habitación de la casa gratuitamente, ya que si no dispongo de dinero…

Foley se encogió de hombros, todavía debería mandar a buscar sus cosas si decidía quedarse con el empleo y su estancia en la mansión le convendría, no sólo por la paz que se respiraba sino porque el poblado quedaba a bastante distancia y no sería nada placentero ir y venir todos los días.

–Puede estar seguro de que dispondrá de gratas habitaciones, señor Foley. Mi doncella Brooke le ha preparado una bastante grande cercana a la mía donde se sentirá a gusto. Pero quiero decirle que cualquier cosa que necesite sólo debe llamarme y se resolverá de inmediato.

“Hmmm, es por eso que esa chica sabía…”, pensó Foley dispuesto a darle las gracias a la dama, pero no lo hizo porque se lo impidió una voz aflautada y soñolienta, y puede que por eso mismo un poco ronca, que lo hizo volverse hacia la puerta.

Entonces sus ojos se abrieron de asombro, como platos, y los posó en los de la señora, como si le preguntara qué debía esperar de lo que veía.

Por su parte, la señora Bowen se rió mirando lo mismo que Foley, y abrió sus brazos como para recibir entre ellos a una criatura.

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