jueves, 20 de octubre de 2016

La casa de la perdición:Segundo capítulo



La casa de la perdición
por Marlon A. Lewis

Segundo capítulo

Liverpool era una ciudad próspera, y lo había sido desde principios del siglo XVIII, a pesar de que en esa época no había obtenido todavía el estatus de ciudad, sino que sólo se la consideraba como una villa. El hecho de poseer un puerto y de estar situada a orillas del Mersey, río por donde no se podían transportar cargas demasiado pesadas, pero que servía para comunicarla con otras regiones del reino, habían sido las causas de que su crecimiento se debiera principalmente al comercio. Y así, a la trata de negros a través del océano Atlántico, y a sus relaciones con las Indias Occidentales y la Europa continental, se habían ido uniendo otras actividades comerciales que habían sido favorables para ella a medida que el Imperio Británico se iba expandiendo. Por eso, ahora por sus calles podían verse circular las más disímiles mercancías provenientes de los más remotos confines del globo, desde las muselinas de la India hasta el opio de Tailandia, y todo parecía indicar que continuaría con ese ritmo aun cuando no podía comparársela con Londres en otros aspectos, como la profusión de lugares de ocio, que en la capital era bastante más elevada y podría decirse que se había convertido en una plaga.

La situación de bienestar de la ciudad se podía ver reflejada también en sus habitantes, como podía esperarse, casi siempre bien vestidos aun si no era día domingo, en especial en los que vivían en el centro por poder costeárselo. En esa parte y cerca del puerto vivían los comerciantes, los poseedores de acciones en las compañías navieras que cruzaban los océanos con sus enormes mercantes, y en general, todos los que habían encontrado un lugar privilegiado en ese cambiante y poco recto mundo de las fortunas. Pero los demás tampoco eran menos, e incluso una señora de edad indeterminada, y  de adusto y pálido rostro de piel lisa, que llevaba contra su cadera una canasta repleta de ropas y con eso permitía deducir que era simplemente una lavandera, iba vestida con cierta elegancia, con ropas de un azul Prusia, adornadas con broches dorados, y con la cabeza cubierta por un sombrerito que le servía para ocultar parte de sus canas.

Era de mañana y el sol iluminaba la calle por donde iba la señora, una calle relativamente estrecha y concurrida, adornada con árboles y farolas. La brisa refrescante también la recorría, arrancando a las podadas copas de verdor resplandeciente susurros de complacencia, y convirtiendo en péndulos los carteles colgantes situados a la entrada de varios de los negocios. Y precisamente en las cercanías de uno de estos carteles la mujer se detuvo, como si necesitara recuperar el aliento a pesar de lo ligero de su carga.

El cartel en cuestión no era demasiado diferente a los de otros de los negocios que se sucedían en la acera llena de transeúntes, y era claro que pertenecía a una panadería. La señora había pasado unos cuantos parecidos sin siquiera mirarlos, mas cuando su respiración sibilante se calmó un poco, y sus ojos de un gris pálido, un tanto irritados como si padeciera de fiebres, se posaron sobre el cartón que colgaba de una barra de madera transversalmente a la calle, pareció recordar algo y titubeó, como si no se decidiera a continuar o a subir por la corta escalera de cemento para entrar por la puerta.

El aroma del pan caliente podía olerse en donde estaba, sobreponiéndose a la lavanda proveniente de la cesta de ropa limpia y a los perfumes de los transeúntes, no siempre gratos a las narices, pues por la calle pasaban carros cargados de malolientes cestas de pescado de cuando en cuando. Ese olor a masa recién cocida permitía imaginárselo crujiente y la señora lo aspiró por un instante, o puede que diera esa sensación producto de su respiración ansiosa y pesada, como hambrienta de aire. La tocada cabeza se movió a ambos lados de la calle por unas cuantas veces, mas, por fin, pareció decidirse y se encaminó hacia la entrada.

En el interior de la panadería la luz era menos intensa que en la calle y el olor a pan se percibía más acentuado. La señora se sintió envuelta por cálidos vapores y caminó hacia un mostrador de madera situado en el fondo sin prestar mucha atención a lo que la rodeaba. Y por lo visto no era la única a la que eso le pasaba, pues detrás del mostrador, situado en un rincón, había un hombre corpulento de rostro sudado y sonrosado que tampoco pareció notarla, ocupado como estaba en la manipulación de algo que no se veía oculto por esa barrera opaca, y que por la expresión de su cara y los sonidos que salían de su boca parecía una tarea pesada.

El individuo resaltaba por delante de un estante cubierto de panes de tipos y formas diferentes, desde el pan blanco hecho de trigo a otro hecho de una mezcla de centeno, mucho más barato, y la señora, que en un comienzo había caminado hacia el centro del mostrador, se dirigió a donde estaba como si antes no lo hubiera visto.

–Molly… me matas –susurró el hombre, presumiblemente el panadero, y su cuerpo se estremeció de gozo, como recorrido por convulsiones, a la vez que de su boca se escapaban sonidos ininteligibles y se diría que un tanto obscenos–. Molly –repitió seguidamente, mas se sobresaltó como si no esperara esa visita cuando como por casualidad miró a su costado y se encontró con la mirada de la señora, que llegaba a sus cercanías en ese instante.

Entonces se apresuró a ponerse de frente a su clienta, con las manos en los bordes de la barra, que se veían pulidos por el uso, y lo hizo tan de repente que desde detrás de la parte oculta se escuchó un sonido, como si se destapara una botella de vino pero menos intenso, en unión a otro parecido a un gemido, como si las suelas de los zapatos se hubieran resentido con el movimiento brusco.

–¡Buenos días, señor Robertson! –dijo la mujer con una voz dulce y lo miró con humildad en sus ojos.

–¡Buenas, señora Foley! ¿Cómo ha estado? –saludó el panadero con rostro serio–. Me han dicho que estuvo enferma –dijo luego, sin esperar a que la señora respondiera, y de improviso se rió como si le hicieran cosquillas y miró sus zapatos negando insistentemente con la cabeza–. No, no –musitó.

–Estoy mejor, señor Roberson, son los pulmones, sabe –dijo la señora mirándolo con extrañeza.

Las grandes manos del panadero cogieron los bordes del mostrador como si desearan destrozarlos y tuvo que esforzarse visiblemente para controlar su risa y poder seguir hablando.

–Perdone… es por los nervios –dijo por fin el panadero, esta vez con un hilo de voz, como si de pronto estuviera ronco–. Entonces, ¿se ha recuperado del todo?

–Más o menos, señor Robertson –respondió la señora Foley con voz cansada y, como si con esas palabras invocara un maleficio, la tos la asaltó de improviso.

El panadero, por su parte, cogió aire como si también se ahogara, y miró de cuando en cuando hacia la parte del mostrador que no podía verse desde donde la señora estaba parada, como si algo en ese sitio lo intranquilizara.

–El médico dice que debo hacer reposo, sabe, pero si lo hiciera, ¿quién pagaría las cuentas? –musitó cuando pudo coger aliento la señora, y su interlocutor levantó la cabeza para poder mirarla a los ojos y se movió en su sitio como si con su pie echara un inoportuno gato que se frotara en sus piernas–. Y precisamente lo venía a ver para decirle… –titubeó la señora y se interrumpió cuando los ojos del hombre se redondearon.

–¡No! –exclamó el panadero y su rostro se puso colorado–. Es decir, no se preocupe por nada de eso, señora Foley… –dijo y lanzó una mirada enconada hacia sus zapatos–. ¡No estoy nada impaciente!

–¡Oh! Es usted comprensivo, señor Robertson –suspiró la señora–. Si el casero fuera igual…

–No es nada, y no debería estar lavando de nuevo –sentenció el hombre, y carraspeó cuando levantó la vista–. Primero debería recuperarse por completo.

Desde detrás del mostrador comenzó a escucharse un insistente sonido de chapoteo, como si los pies del panadero retozaran en un charco, y el cuerpo macizo se meció adelante y atrás, como si la tierra temblara. La señora lo miró como si no comprendiera cuando el hombre posó sus ojos en el piso por un instante antes de mirarla.

–¿Y qué puedo hacer, hijo? Tengo que ganarme mi sustento –manifestó la mujer y vio como a su interlocutor se le crispaba el rostro.

Era como si un dolor lo asaltara con punzadas y por un momento pensó que se podía sentir mal, o podría ser que estuviera impaciente con ella y no pudiera estarse en su sitio por un momento, como les pasa a ciertas personas cuando necesitan hacer sus necesidades.

–Es cierto, pero… –dijo el panadero y respiró como si hiciera un esfuerzo, sosteniéndose al borde del mostrador como si fuera a caerse–. ¡Oh, Dios! Tiene que descansar, señora Foley, y comprar sus medicamentos… Por eso vuelvo a decirle, por mi parte no debe preocuparse por pagar lo que me debe, para eso sobra…

El hombre se interrumpió y gruño, como si le dolieran los callos, porque otra vez posó su vista en la parte oculta por la barra en donde estaban sus zapatos a la vez que ponía cara de pocos amigos. Mas por lo menos los ruidos habían cesado y con ellos el balanceo.

La señora volvió a mirarlo extrañada, preguntándose por qué se comportaba de esa manera tan rara, y se colocó su canasto en la cadera, pues se le corría de tanto en tanto.

–Y para que vea, más tarde mandaré a mi muchacho a llevarle pan –declaró el panadero volviendo a mirar a su clienta–. No se lo puedo dar ahora por culpa de esto… no puedo moverme –indicó luego señalando sus pies y volvió a mirar con mala cara hacia ese sitio.

Eso lo decía todo, y la señora comprendió que estaba indispuesto, cosa natural si debía pasarse tanto tiempo parado de día, y levantarse mucho antes de la salida del sol cada mañana. No le extrañaba que con lo corpulento que era ese hombre sus rodillas estuvieran doloridas producto de sus muchas obligaciones, y lo sabía porque su propia espalda se resentía cuando lavaba.

–Bueno, la verdad es que se lo agradezco mucho, hijo mío… –musitó la señora con los ojos tristes, y luego los abrió como si viera algo asombroso–. Pero si puedo hacer algo a cambio… –se ofreció y tosió, tapándose la boca con una mano, a la vez que daba unos pasos para rodear la barrera que los separaba.

–No, no. No es necesario –dijo raudo el panadero, y respiró pesadamente–. Por cierto, ¿no ha sabido de su hijo? –preguntó cambiando de tema.

–No… –musitó la señora y suspiró con los irritados ojos posados en un punto indeterminado–. Hace unos días le escribí a un compañero de estudios del mismo colegio en Londres, pero todavía no me ha llegado respuesta.

–¡Oh! Pero no se preocupe, sabe como son los muchachos –la consoló el panadero y la señora lo miró a los ojos.

–Pero Julius no hace eso comúnmente, no, y por eso le escribí a Eduard… Mi hijo es ordenado y se toma las cosas en serio, hasta se ganó esa beca… y sabe que eso no pasa a menudo a la gente como nosotros.

En los ojos de la señora pareció encenderse una lucecita de orgullo y en sus labios resecos se esbozó una leve sonrisa antes de continuar hablando.

–Ha sido un consuelo para mí que Julius no haya salido a su padre –suspiró y la sonrisa se eclipsó poco a poco–. Pero no entiendo el motivo de que haya dejado de responder mis cartas, y por eso le escribí a su amigo Eduard. Julius me contó hace mucho que Eduard era su único amigo y temo que se encuentre enfermo.

–¡Oh, Dios! ¡No puedo más con esto! –exclamó el panadero de pronto y se dobló como si no pudiera con su propio peso, por otro lado excesivo, a la vez que los ruidos de chapoteo volvían a percibirse.

Eso pareció sobresaltar a la señora Foley, que titubeó en su sitio antes de dar unos pasos a la parte de la barra por donde podría pasar al otro lado.

–Pero, ¿qué le sucede? –preguntó, y sólo se detuvo porque el panadero extendió una mano.

–No, no, no es nada, no es nada… Y no crea que no me importa lo de su hijo –gimió el panadero–. Pero, por favor, señora Foley, ¿podría dejarme sólo? Debo recuperarme de esto.

La señora titubeó de nuevo, como si no supiera si abandonar a ese hombre en apuros, como le pedía, o salir corriendo a pedir ayuda para llevarlo a ver a un médico.

–Bueno, hijo… Pero, ¿cree que estará bien? –preguntó por fin.

–Sí, sí, señora Foley… Esto me pasa demasiado a menudo con las… –murmuró el panadero y se estremeció cuando se destapó otra botella– piernas, eso es, las piernas.

Pero pareció recuperarse porque se incorporó y le hizo una señal de despedida con una mano.

–Entonces iré a entregar la ropa, y a recoger otro bulto… intentaré pagarle el mes entrante –dijo la señora y vio como su interlocutor se sonreía como si su apuro hubiera pasado.

–No se preocupe por eso, señora Foley, y no salga esta tarde, no sea que mi chico no la encuentre cuando le lleve pan a la casa.

La señora asintió y se dirigió a la puerta seguida por los ojos del hombre, que cada vez se notaba más satisfecho, como si hubiera cerrado un negocio lucrativo y deseara celebrarlo. El redondeado y mofletudo rostro mantuvo la sonrisa hasta que la puerta se cerró detrás de la señora y pudo oír la tos en la calle. Eso pareció preocuparlo y su contento acabó de esfumarse cuando de detrás de la barra emergió la cabeza de una muchacha.

Era una muchacha de unos diecinueve años, tan regordeta como su compañero, y el panadero miró casi con ira como se pasaba con desenfado el dorso de una mano por sus carnosos labios.

–¡Tú, traidora! –chilló por fin sin poder contenerse–. ¿Cómo te atreves a hacerme eso delante de una clienta? Y encima me has dado una mordida –se miró la portañuela–. ¿Qué voy a decirle a mi esposa si lo nota?

–Ay, lo siento, señor Robertson –dijo la chica mirando alternativamente la portañuela y los ojos del panadero, y luego señaló a la puerta con la cabeza–. ¿Y esa?

El panadero la miró a los ojos y se calmó. La chica tenía unos ojos grandes y azulados, y se le veían hermosos con su piel de un blanco inmaculado, y con su cabello largo de un negro azabache.

–La señora Foley… –musitó y se abotonó la portañuela.

–Sí, esa… He notado que eres condescendiente con ella –rezongó la muchacha y se volvió cruzando los brazos.

–Molly, Molly, no pensarás… –dijo el panadero y la envolvió con un brazo por la cintura antes de reírse, como si por arte de magia hubiera olvidado su agravio–. Ella es una mujer luchadora, y me da tanta lástima –musitó mirando a la puerta por donde la señora Foley había salido, luego suspiró–. En verdad espero que esté en lo cierto y su hijo no sea un tarambana como su difunto marido.

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