La casa de la perdición
por Marlon A. Lewis
Segundo capítulo
Liverpool
era una ciudad próspera, y lo había sido desde principios del siglo XVIII, a
pesar de que en esa época no había obtenido todavía el estatus de ciudad, sino
que sólo se la consideraba como una villa. El hecho de poseer un puerto y de
estar situada a orillas del Mersey, río por donde no se podían transportar
cargas demasiado pesadas, pero que servía para comunicarla con otras regiones
del reino, habían sido las causas de que su crecimiento se debiera
principalmente al comercio. Y así, a la trata de negros a través del océano
Atlántico, y a sus relaciones con las Indias Occidentales y la Europa
continental, se habían ido uniendo otras actividades comerciales que habían sido
favorables para ella a medida que el Imperio Británico se iba expandiendo. Por eso,
ahora por sus calles podían verse circular las más disímiles mercancías
provenientes de los más remotos confines del globo, desde las muselinas de la
India hasta el opio de Tailandia, y todo parecía indicar que continuaría con
ese ritmo aun cuando no podía comparársela con Londres en otros aspectos, como
la profusión de lugares de ocio, que en la capital era bastante más elevada y
podría decirse que se había convertido en una plaga.
La
situación de bienestar de la ciudad se podía ver reflejada también en sus
habitantes, como podía esperarse, casi siempre bien vestidos aun si no era día domingo,
en especial en los que vivían en el centro por poder costeárselo. En esa parte
y cerca del puerto vivían los comerciantes, los poseedores de acciones en las
compañías navieras que cruzaban los océanos con sus enormes mercantes, y en
general, todos los que habían encontrado un lugar privilegiado en ese cambiante
y poco recto mundo de las fortunas. Pero los demás tampoco eran menos, e
incluso una señora de edad indeterminada, y de adusto y pálido rostro de piel lisa, que
llevaba contra su cadera una canasta repleta de ropas y con eso permitía
deducir que era simplemente una lavandera, iba vestida con cierta elegancia,
con ropas de un azul Prusia, adornadas con broches dorados, y con la cabeza
cubierta por un sombrerito que le servía para ocultar parte de sus canas.
Era de
mañana y el sol iluminaba la calle por donde iba la señora, una calle
relativamente estrecha y concurrida, adornada con árboles y farolas. La brisa refrescante
también la recorría, arrancando a las podadas copas de verdor resplandeciente
susurros de complacencia, y convirtiendo en péndulos los carteles colgantes situados
a la entrada de varios de los negocios. Y precisamente en las cercanías de uno
de estos carteles la mujer se detuvo, como si necesitara recuperar el aliento a
pesar de lo ligero de su carga.
El
cartel en cuestión no era demasiado diferente a los de otros de los negocios
que se sucedían en la acera llena de transeúntes, y era claro que pertenecía a
una panadería. La señora había pasado unos cuantos parecidos sin siquiera
mirarlos, mas cuando su respiración sibilante se calmó un poco, y sus ojos de
un gris pálido, un tanto irritados como si padeciera de fiebres, se posaron
sobre el cartón que colgaba de una barra de madera transversalmente a la calle,
pareció recordar algo y titubeó, como si no se decidiera a continuar o a subir
por la corta escalera de cemento para entrar por la puerta.
El aroma
del pan caliente podía olerse en donde estaba, sobreponiéndose a la lavanda
proveniente de la cesta de ropa limpia y a los perfumes de los transeúntes, no
siempre gratos a las narices, pues por la calle pasaban carros cargados de
malolientes cestas de pescado de cuando en cuando. Ese olor a masa recién
cocida permitía imaginárselo crujiente y la señora lo aspiró por un instante, o
puede que diera esa sensación producto de su respiración ansiosa y pesada, como
hambrienta de aire. La tocada cabeza se movió a ambos lados de la calle por unas
cuantas veces, mas, por fin, pareció decidirse y se encaminó hacia la entrada.
En el
interior de la panadería la luz era menos intensa que en la calle y el olor a
pan se percibía más acentuado. La señora se sintió envuelta por cálidos vapores
y caminó hacia un mostrador de madera situado en el fondo sin prestar mucha
atención a lo que la rodeaba. Y por lo visto no era la única a la que eso le
pasaba, pues detrás del mostrador, situado en un rincón, había un hombre
corpulento de rostro sudado y sonrosado que tampoco pareció notarla, ocupado
como estaba en la manipulación de algo que no se veía oculto por esa barrera
opaca, y que por la expresión de su cara y los sonidos que salían de su boca
parecía una tarea pesada.
El
individuo resaltaba por delante de un estante cubierto de panes de tipos y
formas diferentes, desde el pan blanco hecho de trigo a otro hecho de una
mezcla de centeno, mucho más barato, y la señora, que en un comienzo había
caminado hacia el centro del mostrador, se dirigió a donde estaba como si antes
no lo hubiera visto.
–Molly… me
matas –susurró el hombre, presumiblemente el panadero, y su cuerpo se
estremeció de gozo, como recorrido por convulsiones, a la vez que de su boca se
escapaban sonidos ininteligibles y se diría que un tanto obscenos–. Molly
–repitió seguidamente, mas se sobresaltó como si no esperara esa visita cuando
como por casualidad miró a su costado y se encontró con la mirada de la señora,
que llegaba a sus cercanías en ese instante.
Entonces
se apresuró a ponerse de frente a su clienta, con las manos en los bordes de la
barra, que se veían pulidos por el uso, y lo hizo tan de repente que desde
detrás de la parte oculta se escuchó un sonido, como si se destapara una
botella de vino pero menos intenso, en unión a otro parecido a un gemido, como
si las suelas de los zapatos se hubieran resentido con el movimiento brusco.
–¡Buenos
días, señor Robertson! –dijo la mujer con una voz dulce y lo miró con humildad
en sus ojos.
–¡Buenas,
señora Foley! ¿Cómo ha estado? –saludó el panadero con rostro serio–. Me han
dicho que estuvo enferma –dijo luego, sin esperar a que la señora respondiera,
y de improviso se rió como si le hicieran cosquillas y miró sus zapatos negando
insistentemente con la cabeza–. No, no –musitó.
–Estoy
mejor, señor Roberson, son los pulmones, sabe –dijo la señora mirándolo con
extrañeza.
Las
grandes manos del panadero cogieron los bordes del mostrador como si desearan
destrozarlos y tuvo que esforzarse visiblemente para controlar su risa y poder
seguir hablando.
–Perdone…
es por los nervios –dijo por fin el panadero, esta vez con un hilo de voz, como
si de pronto estuviera ronco–. Entonces, ¿se ha recuperado del todo?
–Más o
menos, señor Robertson –respondió la señora Foley con voz cansada y, como si
con esas palabras invocara un maleficio, la tos la asaltó de improviso.
El
panadero, por su parte, cogió aire como si también se ahogara, y miró de cuando
en cuando hacia la parte del mostrador que no podía verse desde donde la señora
estaba parada, como si algo en ese sitio lo intranquilizara.
–El médico
dice que debo hacer reposo, sabe, pero si lo hiciera, ¿quién pagaría las
cuentas? –musitó cuando pudo coger aliento la señora, y su interlocutor levantó
la cabeza para poder mirarla a los ojos y se movió en su sitio como si con su
pie echara un inoportuno gato que se frotara en sus piernas–. Y precisamente lo
venía a ver para decirle… –titubeó la señora y se interrumpió cuando los ojos
del hombre se redondearon.
–¡No!
–exclamó el panadero y su rostro se puso colorado–. Es decir, no se preocupe
por nada de eso, señora Foley… –dijo y lanzó una mirada enconada hacia sus
zapatos–. ¡No estoy nada impaciente!
–¡Oh! Es
usted comprensivo, señor Robertson –suspiró la señora–. Si el casero fuera
igual…
–No es
nada, y no debería estar lavando de nuevo –sentenció el hombre, y carraspeó
cuando levantó la vista–. Primero debería recuperarse por completo.
Desde
detrás del mostrador comenzó a escucharse un insistente sonido de chapoteo,
como si los pies del panadero retozaran en un charco, y el cuerpo macizo se meció
adelante y atrás, como si la tierra temblara. La señora lo miró como si no
comprendiera cuando el hombre posó sus ojos en el piso por un instante antes de
mirarla.
–¿Y qué
puedo hacer, hijo? Tengo que ganarme mi sustento –manifestó la mujer y vio como
a su interlocutor se le crispaba el rostro.
Era como
si un dolor lo asaltara con punzadas y por un momento pensó que se podía sentir
mal, o podría ser que estuviera impaciente con ella y no pudiera estarse en su
sitio por un momento, como les pasa a ciertas personas cuando necesitan hacer
sus necesidades.
–Es
cierto, pero… –dijo el panadero y respiró como si hiciera un esfuerzo, sosteniéndose
al borde del mostrador como si fuera a caerse–. ¡Oh, Dios! Tiene que descansar,
señora Foley, y comprar sus medicamentos… Por eso vuelvo a decirle, por mi
parte no debe preocuparse por pagar lo que me debe, para eso sobra…
El
hombre se interrumpió y gruño, como si le dolieran los callos, porque otra vez posó
su vista en la parte oculta por la barra en donde estaban sus zapatos a la vez
que ponía cara de pocos amigos. Mas por lo menos los ruidos habían cesado y con
ellos el balanceo.
La
señora volvió a mirarlo extrañada, preguntándose por qué se comportaba de esa
manera tan rara, y se colocó su canasto en la cadera, pues se le corría de
tanto en tanto.
–Y para
que vea, más tarde mandaré a mi muchacho a llevarle pan –declaró el panadero
volviendo a mirar a su clienta–. No se lo puedo dar ahora por culpa de esto… no
puedo moverme –indicó luego señalando sus pies y volvió a mirar con mala cara
hacia ese sitio.
Eso lo
decía todo, y la señora comprendió que estaba indispuesto, cosa natural si
debía pasarse tanto tiempo parado de día, y levantarse mucho antes de la salida
del sol cada mañana. No le extrañaba que con lo corpulento que era ese hombre
sus rodillas estuvieran doloridas producto de sus muchas obligaciones, y lo
sabía porque su propia espalda se resentía cuando lavaba.
–Bueno,
la verdad es que se lo agradezco mucho, hijo mío… –musitó la señora con los
ojos tristes, y luego los abrió como si viera algo asombroso–. Pero si puedo
hacer algo a cambio… –se ofreció y tosió, tapándose la boca con una mano, a la
vez que daba unos pasos para rodear la barrera que los separaba.
–No, no.
No es necesario –dijo raudo el panadero, y respiró pesadamente–. Por cierto,
¿no ha sabido de su hijo? –preguntó cambiando de tema.
–No… –musitó
la señora y suspiró con los irritados ojos posados en un punto indeterminado–.
Hace unos días le escribí a un compañero de estudios del mismo colegio en
Londres, pero todavía no me ha llegado respuesta.
–¡Oh!
Pero no se preocupe, sabe como son los muchachos –la consoló el panadero y la señora
lo miró a los ojos.
–Pero
Julius no hace eso comúnmente, no, y por eso le escribí a Eduard… Mi hijo es
ordenado y se toma las cosas en serio, hasta se ganó esa beca… y sabe que eso
no pasa a menudo a la gente como nosotros.
En los
ojos de la señora pareció encenderse una lucecita de orgullo y en sus labios
resecos se esbozó una leve sonrisa antes de continuar hablando.
–Ha sido
un consuelo para mí que Julius no haya salido a su padre –suspiró y la sonrisa
se eclipsó poco a poco–. Pero no entiendo el motivo de que haya dejado de
responder mis cartas, y por eso le escribí a su amigo Eduard. Julius me contó
hace mucho que Eduard era su único amigo y temo que se encuentre enfermo.
–¡Oh,
Dios! ¡No puedo más con esto! –exclamó el panadero de pronto y se dobló como si
no pudiera con su propio peso, por otro lado excesivo, a la vez que los ruidos
de chapoteo volvían a percibirse.
Eso
pareció sobresaltar a la señora Foley, que titubeó en su sitio antes de dar
unos pasos a la parte de la barra por donde podría pasar al otro lado.
–Pero, ¿qué
le sucede? –preguntó, y sólo se detuvo porque el panadero extendió una mano.
–No, no,
no es nada, no es nada… Y no crea que no me importa lo de su hijo –gimió el
panadero–. Pero, por favor, señora Foley, ¿podría dejarme sólo? Debo
recuperarme de esto.
La señora
titubeó de nuevo, como si no supiera si abandonar a ese hombre en apuros, como
le pedía, o salir corriendo a pedir ayuda para llevarlo a ver a un médico.
–Bueno,
hijo… Pero, ¿cree que estará bien? –preguntó por fin.
–Sí, sí,
señora Foley… Esto me pasa demasiado a menudo con las… –murmuró el panadero y
se estremeció cuando se destapó otra botella– piernas, eso es, las piernas.
Pero
pareció recuperarse porque se incorporó y le hizo una señal de despedida con
una mano.
–Entonces
iré a entregar la ropa, y a recoger otro bulto… intentaré pagarle el mes
entrante –dijo la señora y vio como su interlocutor se sonreía como si su apuro
hubiera pasado.
–No se
preocupe por eso, señora Foley, y no salga esta tarde, no sea que mi chico no
la encuentre cuando le lleve pan a la casa.
La señora
asintió y se dirigió a la puerta seguida por los ojos del hombre, que cada vez
se notaba más satisfecho, como si hubiera cerrado un negocio lucrativo y
deseara celebrarlo. El redondeado y mofletudo rostro mantuvo la sonrisa hasta
que la puerta se cerró detrás de la señora y pudo oír la tos en la calle. Eso
pareció preocuparlo y su contento acabó de esfumarse cuando de detrás de la
barra emergió la cabeza de una muchacha.
Era una
muchacha de unos diecinueve años, tan regordeta como su compañero, y el panadero
miró casi con ira como se pasaba con desenfado el dorso de una mano por sus carnosos
labios.
–¡Tú,
traidora! –chilló por fin sin poder contenerse–. ¿Cómo te atreves a hacerme eso
delante de una clienta? Y encima me has dado una mordida –se miró la
portañuela–. ¿Qué voy a decirle a mi esposa si lo nota?
–Ay, lo
siento, señor Robertson –dijo la chica mirando alternativamente la portañuela y
los ojos del panadero, y luego señaló a la puerta con la cabeza–. ¿Y esa?
El panadero
la miró a los ojos y se calmó. La chica tenía unos ojos grandes y azulados, y
se le veían hermosos con su piel de un blanco inmaculado, y con su cabello
largo de un negro azabache.
–La
señora Foley… –musitó y se abotonó la portañuela.
–Sí,
esa… He notado que eres condescendiente con ella –rezongó la muchacha y se
volvió cruzando los brazos.
–Molly,
Molly, no pensarás… –dijo el panadero y la envolvió con un brazo por la cintura
antes de reírse, como si por arte de magia hubiera olvidado su agravio–. Ella
es una mujer luchadora, y me da tanta lástima –musitó mirando a la puerta por
donde la señora Foley había salido, luego suspiró–. En verdad espero que esté
en lo cierto y su hijo no sea un tarambana como su difunto marido.
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