El
ciervo escondido
Un leñador de Cheng se
encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para evitar que otros lo
descubrieran, lo enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas. Poco después
olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había ocurrido en un
sueño. Lo contó, como si fuera un sueño, a toda la gente. Entre los oyentes
hubo uno que fue a buscar el ciervo escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa
y dijo a su mujer:
–Un leñador soñó que
había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido y ahora yo lo he
encontrado. Ese hombre sí que es un soñador.
–Tú habrás soñado que
viste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees que hubo un
leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero –dijo la
mujer.
–Aun suponiendo que
encontré el ciervo por un sueño –contestó el marido–, ¿a qué preocuparse
averiguando cuál de los dos soñó?
Aquella noche el leñador
volvió a su casa, pensando todavía en el ciervo, y realmente soñó, y en el
sueño soñó el lugar donde había ocultado el ciervo y también soñó quién lo
había encontrado. Al alba fue a casa del otro y encontró el ciervo. Ambos
discutieron y fueron ante un juez, para que resolviera el asunto. El juez le
dijo al leñador:
–Realmente mataste un
ciervo y creíste que era un sueño. Después soñaste realmente y creíste que era
verdad. El otro encontró el ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer piensa
que soñó que había encontrado un ciervo que otro había matado. Luego, nadie
mató al ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan.
El caso llegó a oídos
del rey de Cheng y el rey de Cheng dijo:
–¿Y ese juez no estará
soñando que reparte un ciervo?
El
paisajista
Un pintor de mucho
talento fue enviado por el emperador a una provincia lejana, desconocida,
recién conquistada, con la misión de traer imágenes pintadas. El deseo del
emperador era conocer así aquellas provincias.
El pintor viajó mucho,
visitó los recodos de los nuevos territorios, pero regresó a la capital sin una
sola imagen, sin siquiera un boceto.
El emperador se
sorprendió, e incluso se enfadó.
Entonces el pintor pidió
que le dejasen un gran lienzo de pared del palacio. Sobre aquella pared
representó todo el país que acababa de recorrer. Cuando el trabajo estuvo terminado,
el emperador fue a visitar el gran fresco. El pintor, varilla en mano, le
explicó todos los rincones del paisaje, de las montañas, de los ríos, de los
bosques.
Cuando la descripción
finalizó, el pintor se acercó a un estrecho sendero que salía del primer plano
del fresco y parecía perderse en el espacio. Los ayudantes tuvieron la
sensación de que el cuerpo del pintor se adentraba a poco en el sendero, que
avanzaba poco a poco en el paisaje, que se hacía más pequeño. Pronto una curva
del sendero lo ocultó a sus ojos. Y al instante desapareció todo el paisaje,
dejando el gran muro desnudo.
El emperador y las
personas que lo rodeaban volvieron a sus aposentos en silencio.
El
encanto
Ch´ienniang era la hija
del señor Chang Yi, funcionario de Hunan. Tenía un primo llamado Wang Chu, que
era un joven inteligente y apuesto. Habían crecido juntos y, como el señor
Chang Yi quería mucho al muchacho, dijo que lo aceptaría de yerno. Ambos
escucharon la promesa, y como estaban siempre juntos, el amor aumentó día a
día. Ya no eran niños y llegaron a tener relaciones íntimas. Desgraciadamente,
el padre no lo advirtió. Un día un joven funcionario le pidió la mano de su
hija y el señor Chang Yi, olvidando su antigua promesa, consintió.
Ch´ienniang, debiendo
elegir entre el amor y el respeto que le debía a su padre, estuvo a punto de
morir de pena, y el joven estaba tan despechado que decidió abandonar el país
para no ver a su novia casada con otro. Inventó un pretexto y le comunicó a su
tío que debía marchar a la capital. Como el tío no logró disuadirlo, le dio
dinero, regalos, y le ofreció una fiesta de despedida. Wang Chu, desesperado,
pasó cavilando todo el tiempo de la fiesta, diciéndose que era mejor partir y
no empeñarse en un amor imposible.
Wang Chu se embarcó una
tarde y había navegado unas millas cuando cayó la noche. Le dijo al marinero
que amarrara la embarcación y que descansaran, pero por más que se esforzó no
pudo conciliar el sueño. Hacia la medianoche, oyó pasos que se acercaban. Se
incorporó y preguntó:
–¿Quién anda ahí, a
estas horas de la noche?
–Soy yo, soy
Ch´ienniang.
Sorprendido y feliz,
Chang Chu la hizo entrar a la embarcación. Ella le dijo que el padre había sido
injusto con él y que no podía resignarse a la separación. También ella había
temido que Wang Chu, en su desesperación, se viera arrastrado al suicidio. Por
eso había desafiado la cólera de los padres y la reprobación de la gente y
había venido para seguirlo a donde fuera. Ambos, muy dichosos, prosiguieron el
viaje a Szechuen.
Pasaron cinco años de
felicidad y ella le dio dos hijos. Pero no llegaban noticias de la familia y
Ch´ienniang pensaba cada vez más en su padre. Ésta era la única nube en su
felicidad. Ignoraba si sus padres vivían o no, y una noche le confió a Wang Chu
su pena.
–Eres una buena hija –dijo
él–, ya han pasado cinco años y se les debe de haber pasado el enojo. Volvamos
a casa.
Ch´ienniang se regocijó
y se aprestaron a regresar con los niños.
Cuando la embarcación
llegó a la ciudad natal, Wang Chu le dijo a Ch´ienniang.
–No sabemos cómo
encontraremos a tus padres. Déjame ir antes a averiguarlo.
Al divisar la casa,
sintió que el corazón le latía. Wang Chu vio a su suegro, se arrodilló, hizo
una reverencia y pidió perdón. Chang Yi lo miró asombrado y le dijo:
–¿De qué hablas? Hace
cinco años Ch´ienniang está en cama y sin conciencia. No se ha levantado una
sola vez.
–No comprendo –dijo Wang
Chu–, ella está perfectamente sana y nos espera a bordo.
Chang Yi no sabía qué
pensar y mandó dos doncellas a ver a Ch´ienniang.
La encontraron sentada
en la embarcación bien ataviada y contenta. Maravillada, las doncellas
volvieron y aumentó el asombro de Chang Yi.
Entretanto, la enferma
había oído las noticias y parecía haberse curado: sus ojos brillaban con una
nueva luz. Abandonó el lecho y se vistió ante el espejo. Sonriendo y sin decir
una palabra, se dirigió a la embarcación.
La que estaba a bordo
iba hacia la casa: se encontraron en la orilla. Se abrazaron y los dos cuerpos
se confundieron y sólo quedó una Ch´ienniang, joven y bella como siempre. Sus
padres se regocijaron, pero ordenaron a los sirvientes que guardaran silencio,
para evitar comentarios.
Por más de cuarenta
años, Wang Chu y Ch´ienniang vivieron juntos y fueron felices.
El
espejo del cofre
A la vuelta de un viaje
de negocios, un hombre compró en la ciudad un espejo, objeto que hasta entonces
nunca había visto, ni sabía lo que era. Pero precisamente esa ignorancia lo
hizo sentir atracción hacia ese espejo pues creyó reconocer en él la cara de su
padre. Maravillado lo compró y, sin decir nada a su mujer, lo guardó en un
cofre que tenían en el desván de la casa. De tanto en tanto, cuando se sentía
triste y solitario, iba a "ver a su padre".
Pero su esposa lo
encontraba muy afectado cada vez que lo veía volver del desván, así que un día
se dedicó a espiarlo y comprobó que había algo en el cofre y que se quedaba
mucho tiempo mirando dentro de él.
Cuando el marido se fue
a trabajar, la mujer abrió el cofre y vio en él a una mujer cuyos rasgos le
resultaban familiares pero no lograba saber de quién se trataba. De ahí surgió
una gran pelea matrimonial, pues la esposa decía que dentro del cofre había una
mujer, y el marido aseguraba que estaba su padre.
En ese momento pasó por
allá un monje muy venerado por la comunidad, y al verlos discutir quiso
ayudarlos a poner paz en su hogar. Los esposos le explicaron el dilema y lo
invitaron a subir al desván y mirar dentro del cofre. Así lo hizo el monje y,
ante la sorpresa del matrimonio, les aseguró que en el fondo del cofre quien
realmente reposaba era un monje zen.
La
cólera de un particular
El Rey de T’sin mandó
decir al Príncipe de Ngan-ling:
–A cambio de tu tierra
quiero darte otra diez veces más grande. Te ruego que accedas a mi demanda.
El Príncipe contestó:
–El Rey me hace un gran
honor y una oferta ventajosa. Pero he recibido mi tierra de mis antepasados
príncipes y desearía conservarla hasta el fin. No puedo consentir en ese
cambio.
El Rey se enojó mucho, y
el Príncipe le mandó a T’ang Tsu de embajador. El Rey le dijo:
–El Príncipe no ha
querido cambiar su tierra por otra diez veces más grande. Si tu amo conserva su
pequeño feudo, cuando yo he destruido a grandes países, es porque hasta ahora
lo he considerado un hombre venerable y no me he ocupado de él. Pero si ahora
rechaza su propia conveniencia, realmente se burla de mí.
T'ang Tsu respondió:
–No es eso. El Príncipe
quiere conservar la heredad de sus abuelos. Así le ofrecieras un territorio
veinte veces, y no diez veces más grande, igualmente se negaría.
El Rey se enfureció y
dijo a T’ang Tsu:
–¿Sabes lo que es la
cólera de un rey?
–No –dijo T’ang Tsu.
–Son millones de
cadáveres y la sangre que corre como un río en mil leguas a la redonda –dijo el
Rey.
T’ang Tsu preguntó entonces:
–¿Sabe Vuestra Majestad
lo que es la cólera de un simple particular?
Dijo el Rey:
–¿La cólera de un
particular? Es perder las insignias de su dignidad y marchar descalzo golpeando
el suelo con la cabeza.
–No –dijo T'ang Tsu–,
esa es la cólera de un hombre mediocre, no la de un hombre de valor. Cuando un
hombre de valor se ve obligado a encolerizarse, como cadáveres aquí no hay más
que dos, la sangre corre apenas a cinco pasos. Y, sin embargo, China entera se
viste de luto. Hoy es ese día.
Y se levantó,
desenvainando la espada.
El Rey se demudó, saludó
humildemente y dijo:
–Maestro, vuelve a
sentarte. ¿Para qué llegar a esto? He comprendido.
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