Hielo de primavera
por David Solanes
Vénzala
Primer relato
Penumbras
Abrí los ojos aleteando los párpados,
buscando desesperadamente un haz de luz, Solo cuando alcé la mano derecha para
tocar la frente, me di cuenta de que estaba húmedo, cabellos mojados
enlazándose entre ellos sobre mis ojos en caprichosas formas como hierba al
viento, y la transpirada piel del resto del cuerpo que pegada a las sábanas
hacía de la cama algo claustrofóbicamente tedioso. Pero aún así la confusión
seguía dentro de mi cabeza. Fue entonces, como si de un desbloqueo se tratase,
y de hecho fue así, cuando comencé a tantear a oscuras con la mano izquierda
sobre la mesita de noche tirando todo objeto que yacía en ese momento inerte
allá encima, hasta que noté la sensación que me produjo el frío vidrio del vaso
de agua que contorneé con los dedos, y que levanté con cautela procurando no
derramar una sola gota, aunque el pulso a esas horas de la madrugada dejaba
mucho que desear, lo bebí casi de golpe dejando solo un poco e intenté poner
orden a lo que me pasaba, levanté las sábanas extendiendo y balanceando los
brazos sólo una vez... y empecé a recordar, había tenido un sueño, al menos eso
es lo que parecía, un sueño del que se podían ver cosas de uno mismo, aunque
todos los sueños en mayor o menor medida sean así. Este no era un sueño vulgar,
y de repente comenzaron a desfilar por mi mente una serie de imágenes,
situaciones, conversaciones, etc… así que me recosté y arropé de nuevo en la
cama y simplemente me puse a la espera como fatuo espectador de una película en
tecnicolor y de cinemascope. (La función va a comenzar).
Fue un momento, un fugaz instante,
pero fue suficiente como para saber que algo despertó en lo más hondo de mi
corazón, un sentimiento ya nostálgico y bello, a la vez que a ratos conseguía
distraerme de la realidad. En principio no vi razón alguna para preocuparme,
pero pronto mi subconsciente empezó a hacer de las suyas haciendo que el fugaz
pensamiento que me asaltó tomara un puesto importante en mi lista de
preferencias... sí, aquellos candorosos ojos oscuros que me miraban con aire de
inocencia y fatuo deseo, comenzaban a tirar por el suelo los sólidos argumentos
en los que yo me basaba a la hora de elegir la fémina adecuada a mis ideas, y
acorde con mis sueños. Pero si hay algo que cueste hacerse a la idea de que se
pare, es el tiempo y éste pasaba inexorablemente sobre nuestras almas, y
siempre lo mismo; llegar, saludar a los amigos y compañeros, y entre todas las
miradas de sorpresa y bienvenida siempre estaba aquella que era una mezcla de
asombro y tenue admiración, y empecé a romper el hielo como pude, y
consiguientemente surgió la primera pregunta; ¿Cómo desvelar lo que aquel
rostro de inocencia y sencillez guardaba?, recurrí al método que más me seducía
–probablemente porque no se me ocurrió otro–, con verdadera labia y diplomacia
tenía que conseguir quedar con aquella tierna flor de primavera. El primer
intento fue lo más parecido a una catástrofe, seguida de un apocalipsis en
sociedad anónima con un cataclismo, aunque de eso no me enteré hasta tres
semanas después, poco más o menos, ya que el intercambio de palabras entre la
señorita evasivas y yo, era una terrible y bella mezcla de lo ameno y lo
desolador, porque cada frase liberada al viento, alejaba más de mi la victoria,
y el empuje y temperamento se me desvanecía, como arena en las manos. La
abrazaba, se acurrucaba en mi pecho mirándome con ojos de felicidad, me besaba
con sus tibios, cálidos y carnosos labios, la acariciaba con la parte superior
de mis dedos su bonito rostro..., besando su terso cuello, siguiendo sus curvas
con mis manos, sus manos en mis espaldas. Un tremendo tirón de los pies.
Y justo cuando ya lo daba por perdido,
algo –y todavía no sé muy bien el qué–comenzó a funcionar bien, no es que
estuviera todo solucionado ni mucho menos, pero existía una esperanza leve, al
fin y al cabo una, esperanza. Empezaba a sentir escozor en los ojos, llevaba
tal vez horas con ellos abiertos, y sin embargo parecía no pasar el tiempo, era
como una dimensión donde los tres tiempos verbales, que entre febriles velos de
albo tul acariciaban y guardaban sueños de cualquier naturaleza, se juntaban en
una época común, en ese estado catatónico parecía estar mediando un área
prohibida para los humanos, y a pesar de ello allá seguía a la espera de nuevos
acontecimientos sin que nadie o nada me arrastrara hacia la superficie.
Noté que me hablaba, después de mil y
un intentos, sin demasiados remilgos, la verdad es que el problema estaba
principalmente en que la presencia de ella hacía que las opciones de
comportamiento programadas en mi cerebro encontraran una variable errónea. No
sabía qué postura adoptar. Me limitaba a admirar su dinamismo, a explorar su
cuerpo con la mirada, y cada vez dándome más cuenta de que no buscaba sexo, de
que éste había quedado en segundo plano y aún ocupada mi mente en todo eso, me
daba tiempo a pensar en lo diferentes que éramos y en lo aburrido que sería si
encontrase una persona que fuese igual a mí. Semanas después salimos todo el
grupo. Era una oportunidad para que ella y yo hablásemos, y las conversaciones
iban desde un punto de inocencia hasta diálogos llenos de indirectas que
afortunadamente, (creo), no entendía, o eso es lo que me parecía ver.
Pasado un tiempo. Ocurrió en una tarde
de otoño. Aquella tarde se respiraba ternura en el ambiente y desde el alba
sentía una tranquilidad de poco orden, era como si una voz de conciencia me
anunciara con panfletos y slogans que no había una razón para alarmarse, que
dejara al destino actuar, de todas formas aquella tarde de otoño cuando el sol
se despedía de nosotros en el horizonte regalándonos los últimos fríos rayos
del crepúsculo, y las siluetas en penumbra de paisajes con fondo rojo
anunciaban la bienvenida de la noche, me giré hacia ella y deslicé mis manos
por su cintura, su rostro se tornó de forma que parecía una fierecilla asustada
por un temible predador, y sus ojos mostraban sorpresa y espíritu de aventura
acompañada de deseo, algo probablemente nuevo para ella. Con la otra mano
deslice los dedos por su cuello hasta que, con una destreza innata en mi,
conseguí quitarle sus pequeñas lentes de aumento, descubriendo el esplendor de
su belleza, se las guardé como pude en el bolsillo y comencé a acercar mis
labios hacia los suyos. Ella empezó a deslizar su mano por la parte superior de
mi espalda.
Desperté en anhelos y con una cama
hecha un verdadero campo de batalla, el despertador marcaba las 9:05, la cabeza
me zumbaba, la respiración la tenía acelerada, minutos después me metí en la
ducha y a las 9:40 estaba fuera de casa. Sólo cerrar la puerta de entrada me
pregunté donde iba, pero ya era demasiado tarde, me había puesto a caminar la
cuesta de la avenida Newton, bajé las escaleras de la intersección con la calle
Dr. Cadevall y me senté en el parque Poron, en la inscripción de la entrada
algún gracioso había escrito con spray negro una "C" y una
"J" sustituyendo a la "P" y a la "R", observé los
frondosos árboles y oí el cantar de los pájaros que acariciaban la atmósfera
con sus trinos llenos de virtuosismo animal. Me había olvidado el reloj, y las
bambas las llevaba mal atadas, mi bufanda rozaba el suelo, la camisa estaba
abotonada un ojal más arriba que otro y el pelo parecía haberse peleado contra
cepillos, peines o cosas semejantes. Realmente la situación era de lo más
cómica, me podía imaginar sentado allá con aquella pinta y mirando absorto el
paisaje que me rodeaba. Agachando la cabeza, me toqué las cavidades de los ojos
con los dedos índice y pulgar de la mano derecha como para acabar de
despertarme, como queriendo desatascar el cerebro repleto de tantas emociones.
Breves instantes después, cuando levanté la mirada, vi que se acercaba ella.
Como perdido en un mar de confusiones,
buscaba argumentos para agarrarme con uñas y dientes a la idea de la ausencia
de lo que era evidente. Pero solo pude, como tantas otras veces lo había hecho,
observar como venía hacia mi atento a cada cimbrear de su cuerpo.
Mientras se acercaba pude darme cuenta
de que ella había cambiado, algo me hacía verla diferente, las tenues pequitas
que en un tiempo rodearon su nariz habían desaparecido por completo, su
fisonomía era la de una mujer, su mirada más segura y su expresión más adulta,
y todo ello sin perder el encanto que le daba su tibia niñez. Cuando estuvo
enfrente mío me miró con unos ojos que expresaban una infinita ternura.
–No somos para nosotros.
–Aquí estaré.
Fueron las últimas palabras que
desvanecí en el tiempo para ella. Se giró, pude ver los cristalinos reflejos de
sus ojos antes de que me diera la espalda. Grité su nombre con voz de llanto,
tornó su rostro hacia mí y el aire jugueteó con su pelo, entonces supe que nos
volveríamos a encontrar. Ella también lo supo.
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